Pablo Fontaine ss.cc.
Comienzo con una anécdota. Poco tiempo después del Concilio pasó por Santiago el abate Pierre, fundador de los traperos de Emaús, y alojó en el colegio del cual yo era rector. Conversando una mañana sobre una “iglesia de los pobres”, me dijo, con una mirada picaresca, que, durante la segunda guerra mundial, él había deseado que algunos aviones bombardearan el Vaticano para empezar a aligerar la Iglesia de riquezas y burocracias.
Por supuesto que estas cosas, dichas entre broma y serio, harían dudar de la mansedumbre del santo varón, pero se entienden en el contexto de esa conversación, y sobre todo cuando él agregó: “pero me dije: soy un tonto. Si así ocurriera, vendrían los americanos y construirían edificios más grandes y ricos. La bomba ya estalló y se llama Juan XXIII y el Concilio”.
A partir de esa bomba casi mítica, ambos compartíamos esa mañana nuestra común y gozosa esperanza en un vuelco importante de la Iglesia con su consecuente beneficio para la evangelización. En la realidad no ha faltado alegría por los pasos que ha dado la Iglesia, pero muchos nos hemos quedado con la sensación de habernos detenido en la mitad del camino.
Y eso último se relaciona con nuestro tema que tiene de dulce y de agraz. Por lo demás es superfluo decir que escribo aquí a partir de una experiencia muy limitada.
Partiendo por las primeras expectativas que nos ofrecía el Concilio Vaticano II, puedo decir que las viví enseñando en un escolasticado en que estudiantes y profesores nos preparábamos para algo muy grande. No sólo por el hecho insólito de que se anunciara un Concilio, sino sobre todo al ver que diversas líneas de búsqueda, en el campo litúrgico, bíblico, patrístico y teológico en general, parecían converger hacia un punto destinado a una verdadera conversión y reforma de la Iglesia. Era asistir a un acontecimiento casi milagroso. Más allá del sector católico, el mundo entero lo contempló expectante.
Más tarde viviendo en una población de Santiago, pude calibrar el valor y el peso que adquiría ese “mundo” al que la Iglesia debía servir; mundo que se hacía concreto y tangible en familias y organizaciones de pobladores y trabajadores. Crecía en nosotros el conocimiento, admiración y respeto ante esa realidad popular. Al planteamiento del Concilio sobre una Iglesia que está en el mundo, no fuera de él, y que procura servirlo, se unía el llamado urgente de Medellín a una opción por los pobres. Simultáneamente en nuestro país se levantaba un movimiento general de apoyo al mundo obrero – urbano y campesino con la decisión de acompañarlo en su camino por la conquista de protagonismo y justicia social.
La influencia de dicha realidad, iluminada por documentos y diversas reflexiones, constituyó el canal por el que el Espíritu impulsó el éxodo de sacerdotes y religiosas hacia el mundo pobre, realizado con un espíritu de bastante humildad y verdad, sin ser avasalladores ni darse ínfulas de conquistadores. Siempre había un liderazgo de los sacerdotes pero se daba en un contexto de respeto mutuo y buscando para el laico popular un lugar de formación y acción con bastante autonomía.
La utopía y el deseo de una Iglesia de los pobres en que los pobres fueran los importantes, se mantenía vigente, aunque no siempre estuviera claro qué significaba esto en concreto. Ese anhelo se había verbalizado en expresiones del Papa Juan XXIII, comentadas y ampliadas en el ambiente conciliar y en numerosos estudios teológicos. Ese sector de cristianos populares políticamente conscientes aspiraba a una Iglesia cuyo centro neurálgico fueran los pobres, realidad que pensaba estar casi a la mano.
Recuerdo con cariño esa vida poblacional en Joao Goulart y San Gregorio, entre amigos muy queridos, con visitas mutuas, con el tecito familiar, con reuniones pastorales de mucho entusiasmo y la perspectiva de una liberación integral de nuestro pueblo. Era un entusiasmo que se originaba en el Concilio todavía cercano, reafirmado y localizado con Medellín y Puebla. Fervor que se hizo patente más tarde con la persecución y defensa de los perseguidos durante la dictadura.
A partir del movimiento desencadenado por el Concilio, se deseaba una Iglesia que claramente manifestara existir para la salvación de todos, para la liberación del pecado y todas sus consecuencias como la injusticia, la explotación, la prepotencia de los más poderosos, el autoritarismo. Y que por lo tanto viviera dentro de sí misma estas realidades.
Ciertamente que la Iglesia dio algunos pasos en las direcciones señaladas. Pero para ese mundo popular que imaginó una comunidad eclesial muy cercana, acogedora, participativa, defensora sin reservas de un pueblo pobre, víctima de injusticias seculares, con una autoridad cuya designación contara en algún grado con una aprobación de los fieles; el entusiasmo primero por el Concilio y sus réplicas latinoamericanas, se enfrió en gran medida.
A partir de los cambios litúrgicos que el mismo Concilio produjo, se esperaba que se avanzara en una mayor flexibilidad de las celebraciones y en su arraigo en la cultura popular. Que las iglesias locales tuvieran mayor injerencia en el desarrollo de los signos litúrgicos. A veces se mejoraron los libros y las prescripciones del culto, pero fueron reprimidos los intentos de una mayor libertad y creatividad para la participación de los fieles, especialmente los que provenían de medios populares.
El movimiento “cristianos por el socialismo” fue un intento de desprender a la Iglesia de sus vínculos con el poder económico y político para lograr que fuera un factor de animación de la sociedad en busca de un mundo más justo y humano. Tal vez por fallas de sus mismos dirigentes y de la autoridad de la Iglesia se perdió una ocasión de servicio al mundo como el que pedía el Concilio. También se esperaba el sacerdocio para hombres casados. Como no se aceptó en el Concilio, muchos quedaron esperando que durante el postconcilio podrían ver esa nueva forma de sacerdocio, pero ésta no llegó.
Esta brecha entre la gozosa llegada del Concilio a sectores populares y su limitada realización práctica, es explicable por muchas razones, entre otras que es muy difícil cambiar mentalidades y hábitos que están en lo más íntimo de las personas e instituciones. También es verdad que no se da un vuelco histórico de tamañas dimensiones sin dolor y largo tiempo de maduración. También era de esperar que los documentos conciliares con sorda resistencia por algunos sectores.
Sin embargo podemos mantener aquella esperanza del abate Pierre a que me refería más arriba y comprender que el dinamismo del Concilio no ha dado todavía todo su fruto. Esos mismos sueños, aun no concretados, continúan en el sentimiento del pueblo católico prontos aflorar en la práctica.
Bastaría otra “bomba” como Juan XXIII para que la Iglesia despertara a una nueva primavera y los grupos herederos de la esperanza conciliar volvieran a cantarla.
Pablo Fontaine ss.cc.
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