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Antes que nos eclipse la Copa América: Dignidad docente

«Si la tendencia respecto de educación es la de restringir la labor del profesor al interior de la sala de clases, y ubicar a otros profesionales, sin experiencia de aula, sobre él, entonces realmente estamos hablando de una intención por desplazar al profesor de los niveles de influencia sobre las políticas educativas y de generación de procesos en educación para resaltar que el buen profesor es aquel que hace buenas clases, y no aquel que es capaz de pensar la educación».

Si hacemos un rápido ejercicio de verificación de los temas más comentados en las redes sociales, rápidamente podremos darnos cuenta de que junto con los temas de farándula y corrupción (nacional o internacional), encontramos los temas relativos a educación. Fuera de las redes sociales, en las calles, en los hogares, estos temas, con cualquiera de sus actores, siguen capturando gran cantidad de las conversaciones.

¿Qué hay de particular en educación que todos pueden sentirse atraídos a opinar de ella? Seguramente el dato común y replicado de manera folclórica que todos (en algún momento, y de alguna forma) hemos pasado por ella. Y este dato natural nos da a todos el derecho de opinar. Ese es un nivel, que podríamos denominar “popular”, con el que convivimos y que alimenta gran parte de los conflictos que los profesores vivimos a diario no solo en una relación hacia apoderados, sino, ante la coyuntura nacional, la credibilidad del ejercicio docente frente a la sociedad civil en su conjunto.

Si un alumno reprueba, hay opiniones de la familia, de cercanos, de amigos, de alguna autoridad, que explica en donde estuvo el error del profesor, en dónde debieron reorganizarse los contenidos, o de la forma en que “cualquiera se puede dar cuenta que la culpa no es del alumno”. Si un alumno deserta, los argumentos nuevamente vuelven a surgir de muchas personas, explicando cómo el colegio ha fracasado en su labor, cómo el director es incapaz de hacer algo, cómo los profesores (de nuevo) no están haciendo su labor. Así, para cada situación del colegio, existen muchos opinantes que no son del contexto educacional y que tienen la solución para el problema que se presenta. Y opinan.


Es la evolución de este segundo nivel que hemos ido experimentando cada vez con mayor intensidad al provocar que, por ejemplo, detrás de los grandes puestos relevantes en educación encontremos personas de distintas profesiones, pero no profesionales de la educación (un concepto eufemístico para denominar a los profesores). Y así tenemos que el ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, es un Ingeniero Comercial con mención en Economía, con postgrado en Economía y con especialización en Desarrollo Económico. La subsecretaria de educación, Valentina Quiroga, es Ingeniero Civil con un Magíster en Economía aplicada, el Secretario Ejecutivo de la Agencia de la Calidad de la Educación, Carlos Henríquez, es Ingeniero Comercial, con magíster en Gestión y Políticas Públicas. Solamente en el currículo del Superintendente de Educación Escolar, Alexis Ramírez Orellana, encontramos a un profesor (de Historia y Geografía), y magíster en Educación con mención Política Educativa.


En el nivel de “expertos” se puede comprender casos como los ya citados, pero, de ahí a pasar a declarar explícitamente que no deben ser profesores quienes ocupan cargos de responsabilidad en educación hay una gran diferencia. Y eso se está instalando. Por ejemplo a mediados del mes de mayo, en la Agencia de la Calidad, se cerró la recepción de antecedentes para el último concurso abierto en la instancia encargada de evaluar, orientar e informar acerca de la calidad del proceso educativo. La convocatoria era para el cargo de “Evaluadores” y las funciones a desempeñar son “Realizar evaluaciones y entregar orientaciones de desempeño a los establecimientos educacionales y sus sostenedores, en conformidad con las normas, procedimientos y metodologías definidas por la Agencia, a objeto de contribuir en el fortalecimiento de sus capacidades institucionales y de autoevaluación promoviendo con ello la mejora continua de los procesos educativos y la calidad de la educación que imparten”. ¿Quiénes deben desempeñar esta labor? El cargo requiere explícitamente “Psicólogos, Sociólogos, Antropólogos y otros profesionales”. ¿Cómo se puede leer esto?, se puede entender claramente que para evaluar y orientar en el desempeño respecto de la labor de las escuelas, colegios y liceos no solo no es necesario ser profesor, sino que es deseable no serlo, ya que quienes están convocados a esta función son principalmente no profesores, presentándose un primer nudo de tensión en relación a la mirada hacia el docente y sus capacidades.


Si la tendencia respecto de educación es la de restringir la labor del profesor al interior de la sala de clases, y ubicar a otros profesionales, sin experiencia de aula, sobre él, entonces realmente estamos hablando de una intención por desplazar al profesor de los niveles de influencia sobre las políticas educativas y de generación de procesos en educación para resaltar que el buen profesor es aquel que hace buenas clases, y no aquel que es capaz de pensar la educación.

Con esta tendencia errada, entonces, pensar la educación pareciera no ser problema de profesores, siendo este uno de los principales nudos que invisibiliza y anula a la construcción docente poniendo en otros el propio decir pedagógico que como profesores nos compete.

Ahora bien, dentro de esta misma tensión se entrelaza una situación histórica de larga data en la construcción identitaria de lo que significa el ser profesor, donde incluso la premio nacional de educación Beatrice Ávalos, señala una prehistoria de la formación docente desde el año 1813, que en complemento, Amanda Labarca expresa que estas décadas tiene hechos relevante como el del año 1821, cuando se llama a los maestros de primeras letras a presentarse en escuelas normales, situando a Chile como el primer país de la América que iniciaba la enseñanza normal.


Entonces cuando nos preguntamos ¿en qué momento se quebró la posibilidad de nuestro decir, de quienes ejercemos la pedagogía, la propia reflexión pedagógica, la nuestra pluma pedagógica? Situación que hoy nos exige ir construyendo la validez de lo que somos, y no lo que deberíamos ser, para dejar de tributar a economistas, sociólogos, psicólogos, antropólogos y todos aquellos “ólogos” que “dueños de la verdad” hoy plasman nuestra carrera como profesión de segundo orden, supeditada a otros iluminados que han aterrizado en educación.

Hemos de preguntarnos al centro de lo que somos colaborativamente ¿En qué momentos nuestra mismidad profesional la soltamos a terceros y nos quedamos sin decir, más allá de las gestas propias de un pataleo de carácter simbólico, pero no de nuestra palabra científica de la pedagogía?, pregunta de tal envergadura que nos obliga moral y éticamente a decir como respuesta: somos Pedagogía–praxis y corazón de las ciencias de la educación, lugar en donde radica el resignificarnos.

Si nos detenemos en esta pregunta, y miramos un poco atrás en la historia, entendiéndola como dice Giroux “la memoria liberadora”, hoy estamos frente a momentos irrepetibles donde a diferencia de décadas anteriores, se ha sido capaz de mirar la carrera docente como un todo, cuyo principio es el recuperar la posibilidad de nuestro decir, hoy debemos salir de ese mutismo histórico-selectivo y volver a escribir de manera personal o colaborativa aun cuando sea una vez al año, para sistematizar nuestro ejercicio teorizándolo desde el corazón de nuestros plumones, y no desde la ausencia de aula, ni la burbuja pensante. Para que ahí sí, en igualdad de condiciones nos colaboren otras carreras, así como nosotros podemos colaborarles a ellos. Pero no a ejercer paternalismos en torno a nosotros.

Es por esto que los movimientos de estos días, no es una algarabía circunstancial, radica en su esencia el recuperar, el decir, situación basal para la propia construcción de dignidad, lugar desde donde se busca plasmar la propia visión desde la experiencia, desde los dolores y las alegrías de ejercer la docencia, para hacerla decente, con formato de justa, colaborativa y que permita hacer “común-unidad”, pues todo lo que es impuesto principalmente a los actores directos, tiene dos posibles salidas; el fracaso por no tener contexto cultural y esta sea un yugo más en la cotidianeidad educacional, o el aceptar impertérritos un modelo que promueve el exitismo como núcleo, y un dejarnos devorar por un individualismo fatal instalado en la sociedad chilena, donde el mercado nos regula.


* Francisco J. Guajardo Medina es profesor y magíster en Educación, mención Integración pedagógica y social. Javier Vega Ramírez es profesor y magíster en Educación, mención Política y gestión educacional.

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