Pablo Fontaine ss.cc.
Queridos amigos(as):
Al ver este título, tal vez ustedes querrán que primeramente se defina qué es ser rico. Pero si leen la carta entera, verán que no es necesario. Cada uno de nosotros tendría más bien que considerar en qué medida puede llamarse “rico”. Por lo demás me refiero a dos grupos: en primer lugar a los que poseen grandes fortunas o perciben notables remuneraciones; y secundariamente a los que tienen “un buen pasar”. Unos y otros tenemos que hacernos un examen de conciencia sobre nuestras actitudes frente a la pobreza.
Puede extrañar que me dirija sólo a los católicos. Es que precisamente me interesa referirme a mi familia espiritual con una particular preocupación de que ésta siga el camino de Cristo, lo cual es también mi propio desafío.
En nuestro país se ha hablado mucho de desigualdad, y con razón, no sólo porque es impresentable que en una sociedad, una parte de ella goce de tantos beneficios mientras la otra mire de lejos sin tener acceso a los bienes más básicos. No importaría mucho si hubiera una brecha entre rico y rico. Nuestra desigualdad significa, en la práctica, que una gran cantidad de chilenos sufre la pobreza o gran estrechez económica y cultural, con todas las consecuencias materiales, anímicas y espirituales que dichas carencias acarrean.
Los otros chilenos, los que manejan mucho dinero, ése que se cuenta por millones ¿pueden quedarse de brazos cruzados esperando que los economistas solucionen el problema? ¿Pueden continuar llevando ese tren de vida que se deja ver a veces en banquetes, bailes, viajes, espectáculos grandiosos? ¿Nada les dice las palabras de Jesús como “Ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo”?
Independientemente de que los políticos y los técnicos encuentren o no las soluciones para este dolor de nuestro país, ya tan prolongado, se requiere con urgencia el aporte solidario de cada persona que goce de alguna prosperidad económica. Es un llamado para todos ustedes, para todos nosotros. Una antigua doctrina de la Iglesia sostiene que los bienes en la medida en que no son necesarios, no nos pertenecen, pertenecen al pobre. Es verdad que no siempre es fácil distinguir lo superfluo de lo necesario. Toca a cada uno procurar que lo necesario se restrinja y que lo superfluo sea más grande.
Si una señora estima que todas sus joyas son indispensables, tal vez llegue algún día a reconocer que no es así y a descubrir, con la ayuda del Evangelio, que puede vivir sin ellas. Podrá conservar algunas, por ejemplo por su valor como recuerdo, y así vender las restantes para que el dinero sea distribuido entre los pobres. Lo que esa dama no podría decir, en cristiano, es: “esto es mío y yo hago con ello lo que quiero”. Tampoco alguien puede decir “todo lo que tengo me lo he ganado con mi trabajo y hago con ello lo que quiero”.
Ninguno de nosotros es dueño absoluto de los bienes que ha ganado o recibido. Debe compartir por lo menos lo que puede estimarse superfluo, porque los bienes de la tierra son para todos los humanos. No se trata de entregar el capital que mueve una industria, porque con él se está creando una fuente de trabajo para otros, pero conviene que nos detengamos a pensar hasta qué punto cada viaje, cada traje, cada fiesta dada en nuestra casa podría tomar dimensiones más modestas, transformando ese gasto en una ayuda al pobre.
Pero hay que ir más allá de lo superfluo. Siempre es posible ayudar más, cuando mi hermano necesita este apoyo para vivir humanamente. De ahí la palabra de San Alberto Hurtado “dar hasta que duela”.
No hay que olvidar que el que ha ganado su fortuna también ha recibido de otros sus capacidades: de sus padres, del ambiente, de su educación. También ha recibido la inteligencia y ánimo para trabajar. Es que todo es regalo que viene de lo alto. Agradecido, debe compartir con el que ha recibido menos capacidad. Por gratitud y espíritu fraternal.
La razón principal de todo esto es la enseñanza de Jesús que desea hacer un mundo de hermanos en que todos tengan una vida digna y feliz. En cierta ocasión él contó una parábola sobre un rico que vivía con toda la abundancia posible, teniendo en la puerta de su casa a un pobre llamado Lázaro que sufría hambre y enfermedades. El juicio que la parábola hace para este rico es muy severo. Él resulta condenado y Lázaro salvado. En este caso el pobre no era un empleado del rico. El rico no le había hecho ningún mal ni estaba obligado a pagarle por contrato. Simplemente este rico vivió en el lujo y no acudió en ayuda del necesitado. A la súplica del rico, ya condenado, Abraham responde: “Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante la vida, mientras que Lázaro recibió males. Ahora él encuentra aquí consuelo y tú, en cambio, tormentos” (Lucas 16.25). Esta parábola no pretende asustarnos con el castigo de Dios, porque Dios es bondadoso y nos ama. Pero es una enseñanza para que midamos la seriedad de la vida y de los bienes que nos han sido confiados. Y a la vez recordemos cuánto amor debemos tener con nuestro prójimo por el cual murió Cristo. No se trata tampoco de regalar dinero por calles y plazas, fomentando el abuso y la pereza. Hay otras alternativas más fecundas y más respetuosas de las personas. Si muchas personas de fortuna, católicas o no, se unen para ayudar con una suma importante de dinero, pueden juntar lo necesario para apoyar la creación de pequeñas empresas cuya gestión sea monitoreada por personas especializadas. O podrían buscar creativamente otros caminos que significaran apoyo al pobre sin menoscabar su dignidad. Esto no arregla todos los problemas ni mucho menos, pero es un pequeño paso de solidaridad con el más desprotegido. Además responde mejor al Mensaje de Jesús que vive en el pobre y nos dice desde ahí: “Tuve hambre y no me diste de comer” (Mat.25, 42).
Dice la Primera Carta de San Juan: “Si uno goza de riquezas en este mundo y cierra su corazón cuando ve a su hermano en necesidad, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?”(1 Jn.3, 17).
Son palabras muy graves, pues podemos estar muy equivocados al sentir que amamos a Dios, rezamos y recibimos sacramentos, mientras mantenemos el corazón duro sin “ver” al hermano que sufre.
A lo que San Juan alude más adelante en la misma Carta: “El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn.4, 20). Hay un número suficiente de católicos que podrían entregar sumas considerables de dinero a favor de los pobres. No basta proporcionar una que otra ayuda a instituciones de beneficencia. Es lógico entregar a los hijos lo necesario para estudiar y tener las herramientas necesarias para su vida, pero es exagerado extender este deseo a todas las generaciones siguientes. No se puede vivir ahorrando para tenerle la vida hecha a todos los descendientes ni para salvarse de todas las crisis posibles. Los ricos deben convertirse y cambiar su forma de vida a favor de sus hermanos. ¿Es tan imposible que uno que gane 6 millones mensuales destine un millón para sus hermanos más desfavorecidos? Y otro tanto puede decirse respecto a cifras más altas. De otro modo, ¿cómo dormir tranquilos, cómo sentarse diariamente ante una mesa bien provista o gozar de muchos bienes: espléndidas casas, costosos lugares de descanso, exclusivos viajes de placer mientras Lázaro carece de todo en la puerta de la casa? ¿Cómo podemos tener todo eso mientras hay niños que no se alimentan bien ni reciben la atención médica adecuada? ¿Y cómo participar sinceramente en el partir el Pan Eucarístico, el de la solidaridad universal, si llega a ser para nosotros un gesto vacío? Lo que les digo a ustedes me lo digo a mí mismo y en cierta manera a todos los que desean seguir el camino de Jesús de Nazaret.
Alguien puede temer que, al llevar una vida más sobria, su vida llegue a ser triste y llena de escrúpulos. No es así. El solo saber que esas renuncias dan vida a otros hogares, traen la sonrisa a los niños y procuran un trabajo justo, alegra nuestra vida.
Mis palabras no son amargas. Créanme que son palabras de cariño y esperanza. Cariño por mis hermanos pobres y ricos, y de esperanza para que crezca significativamente la generosidad de éstos y el alivio de aquéllos.
Deseándoles la mayor alegría en dar y darse a los hermanos, los saluda cordialmente,
Pablo Fontaine ss.cc.
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