Pablo Fontaine sscc Queridos hermanos: Les escribo sobre la situación de nuestra Iglesia en este momento de nuestro país, compartiendo con ustedes el mismo dolor y el mismo amor por esta Casa en que nacimos a la Vida de Dios, en que aprendimos a rezar, a amar y a conocer a Jesús. Nos acompañan en el asombro muchos amigos no católicos, y también otros menos amistosos que no ocultan su rabia acumulada ni su ironía. El descenso de credibilidad de la Iglesia y su pérdida de prestigio no provienen de una persecución mal intencionada. Si así fuera, podríamos vanagloriarnos de ser perseguidos por la causa de Jesús. Pero no es así. La misma Iglesia Católica que ayer era valorada por su firmeza frente a la dictadura y su servicio a las víctimas, en un breve tiempo se ha hecho harto menos creíble y hasta despierta animosidad en muchas personas. ¿Qué nos ha pasado? ¿Es por los escándalos protagonizados por sacerdotes? En buena parte sí. Tales hechos han hecho crecer la desconfianza. A veces, más de la cuenta, especialmente en sectores que habían endiosado al ministro de la Iglesia, poniendo su confianza más en el hombre, pobre instrumento, que en Dios. No soy capaz de entrar en todas las causas de esta situación. Pero me interesa expresar ante ustedes, lo que más me impacta y dónde se encuentran para mí los focos de esperanza para el futuro del mensaje cristiano. Dicho brevemente y sin muchos matices: – Ciertamente entran en desmedro de la Iglesia esos abusos protagonizados por sacerdotes o religiosos. Pero también una impresión general de que se ha hecho lo posible por ocultarlos o por dilatar su sanción. Ha predominado una sensación de poca transparencia. Lo que es explicable aunque haya sido con la buena voluntad de no dañar a las personas ni el mismo anuncio de Jesús. Pero de hecho el secretismo ha aumentado el escándalo. – También cuenta en el menor aprecio por la Iglesia, un cansancio generalizado con su autoritarismo y centralismo. Hay razones que avalan la necesidad de cuidar su unidad y disciplina, pero nuestra cultura actual exige más flexibilidad, participación, escucha, libertad de opinión, y reacciona con fuerza ante lo que es impuesto desde arriba. – A veces la Iglesia ofrece públicamente su aporte a la sociedad en una forma que deja la impresión de pretender ser maestra de todos, como exigiendo sumisión de la sociedad entera sin dar argumentos para ello, acentuando así la impresión de ser “dogmática” en el peor sentido de la palabra. – Molesta la gran diferencia entre Jesús y la Iglesia cuando se considera el ejemplo de pobreza y humildad del primero y la apariencia de riqueza y poder de la segunda. El Papa puede vivir con sencillez, pero si se muestra ante el mundo como un monarca con una corte de lujo, la gente hablará despectivamente del “oro del Vaticano”. Por éstos y por otros motivos, nos duele esa Iglesia que amamos y de la que hemos recibido el mensaje liberador de Jesús y el testimonio admirable de tantos hermanos que iluminaron nuestras vidas con sus ejemplos. Ante lo cual podemos caer en una angustia que nos lleve a crisparnos, ponernos rígidos con nuestros hermanos o encerrarnos en un ghetto que nos aleje de este mundo para preservar la fe y la moral. O podemos luchar tensamente para recuperar lo perdido y procurar tener influencia de cualquier modo. No sería fecundo y sería perturbador. ¿Cómo miro el futuro de la Iglesia? Con humildad les digo que es con la esperanza de que el Señor no la abandone, que esta crisis sea una gran purificación que nos haga caer en la cuenta de nuestras fallas, nos instruya sobre lo que Jesús espera de nosotros, nos limpie la mirada y el corazón y nos llame a una conversión más profunda. Queridos amigos: ¿Por qué no mirar desde ahora el futuro de la Iglesia como una realidad más modesta pero encendida por el Espíritu? La imagino pequeña, fervorosa, formada por personas libres, sin fetichismos, sin miedos, alegres, felices de estar tratando de seguir al Señor. Podemos pensarla y prepararla muy fraterna, con verdadero respeto y cariño de unos por otros. Como una comunidad de iguales en que la autoridad muestra tangiblemente esta igualdad, en su tono, su vestimenta, su modo de proponer, escuchar y mandar. Quisiéramos ver en ella un verdadero protagonismo laical en que los cristianos, sacerdotes, religiosos(as) y laicos(as) ricos y pobres, trabajaran juntos por igual, para mejorar su formación, especialmente leyendo la Escritura, en la oración compartida o silenciosa. O llevando las responsabilidades de la comunidad con parecida participación. También una pastoral que contara con muchas pequeñas comunidades, siempre centradas en la Biblia, comunidades fraternas, en que el pobre y la mujer tuvieran un lugar relevante. Una Iglesia preocupada de verdad por lo que le pasa al hombre realmente, por la vida de las familias, por el trabajo, la economía, la creación artística, la situación de los más pobres… Sobre todo con una Pastoral centrada en Jesús con una mística de encuentro personal con él y con un mensaje de liberación para todos marginados, empobrecidos, explotados y despreciados. Una pastoral que descubra cada día con gozo y asombro la Presencia de Dios y su Don, junto con el llamado a una entrega más entera de todos. Que recuerde el carácter subversivo de la Iglesia, como el de María: “Derribó de sus tronos a los poderosos y engrandeció a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada” (Lucas 1, 52-53). Para una conversión eclesial de tal hondura necesitábamos un movimiento telúrico de la magnitud de éste que estamos sufriendo. En tal caso bienvenida crisis. Si no soñamos algo así, querrá decir que ha dejado de correr por nuestras venas esa alegría contagiosa de San Pablo y de todo el Nuevo Testamento. Unido con todos ustedes en la Esperanza, los saluda cordialmente Pablo Fontaine ss.cc.
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