Pedro Pablo Achondo M. Hubo un tiempo en que la Iglesia era más democrática, en que el pueblo de Dios elegía a sus obispos, en que había más diálogo y discusión (los primeros 4 siglos del cristianismo se caracterizaron por esto). No a la censura ni imponer silencio a la divergencia. Hoy por hoy nos enfrentamos a una tensión concreta y complicada: mientras la sociedad, los países, las organizaciones sociales buscan democratizar realmente sus estructuras, la Iglesia mantiene su orden piramidal rígido y coercitivo de origen constantiniano-medieval, argumentando en parte inconsciente (o explícitamente en algunos documentos) su origen divino. Por más que se intente afirmar lo contrario, esto es lo que aparece, lo que se ve. Es verdad que el tema no es fácil, y que en nuestras comunidades, grupos y presencias eclesiales podemos actuar de otros modos (mientras no choquemos frontalmente) y dar vista ciega a esa macro estructura un poco lejana y un poco ajena. Pero, también es verdad que por más que no la miremos, existe. Está vigente y no pocos cristianos la asumen como propia. El Concilio Vaticano II, ya olvidado y poco actualizado y practicado, habla de colegialidad. La estructura eclesial, la organización de la comunidad de los discípulos de Jesús se estructura alrededor de una mesa circular donde todos nos miremos los rostros, donde todos nos escuchemos, nos conozcamos y nos amemos. En nuestra diferencia buscamos la voluntad de Dios plasmada en Jesucristo e inspirada por su Espíritu de fraternidad. Po eso, todo lo que atenta contra la intimidad de la Cena es ajeno al mandato del Señor: “ámense unos a otros”. ¿Hay algo que atente contra ello en la Iglesia? Veamos: el machismo, el clericalismo, la diplomacia vaticana, el Estado Vaticano, la intervención desde arriba en las diferentes diócesis, la falta de abertura a la inculturación, la falta de tolerancia a la pluralidad, el miedo a ser una comunidad profética, la conservación del poder por el poder, la romanización e uniformización de las prácticas litúrgicas, el miedo a los pobres y la participación política, y así por delante. Obviamente son muchas (y no dudamos que más) las cosas que efectivamente hacen presente el amor de Dios entre los hombres, que hacen visible el Reino de paz y justicia, y que humanizan la humanidad. Pero aquí estamos hablando de comunión real, de participación colectiva, de organización comunitaria en redes de todo tipo. Porque todos somos hijos, hermanos, porque en la Casa del Maestro no hay griego ni judío, esclavo ni libre (Gálatas 3,28). Tal vez la tarea de los cristianos hoy es ser nexo. Factor de comunión entre comunidades diferentes, agentes de diálogo, de relacionamiento. El cristiano es palabra en un mundo virtual. La comunidad de Jesús convida y anuncia, jamás impone u obliga. ¡Jamás! Una de las riquezas del judaísmo, nuestros padres en la fe, es el Talmud (y la Mishná) donde se encuentran las diferentes interpretaciones, diálogos y discusiones infinitas sobre la Toráh (la Ley de Dios, diremos); para los judíos cada interpretación (muchas contradictorias) son un tesoro. ¿Cuál es nuestra Mishná? ¿Por qué la Iglesia tiende a cerrar puertas y no abrir, respecto a las enseñanzas de Jesús, a las interpretaciones de sus prácticas? ¿Por qué nos cerramos a nuevas voces y caminos? ¿A qué le tememos? ¿Al Espíritu Santo que danzaba sobre las aguas? ¿Es que no confiamos en el ser humano? (¡Justamente la opción contraria de Dios!) Las decisiones y prácticas evangélicas son un llamado para todos los creyentes, no solo para laicos y laicas o para obispos y presbíteros. Todos somos llamados a compartir nuestros bienes (de todo tipo), todos somos llamados al amor comensal, todos somos llamados a la no violencia, a la denuncia de la hipocresía y egoísmos, y a anunciar la justicia, la paz, la gratuidad, la igualdad fundamental entre todos, todos, los seres humanos. Ante el cansancio de la no participación, de la omisión, de ser ovejas resignadas, preferimos salir; vivir “nuestra fe” solos o con los que nos sentimos cómodos; sentimos la Iglesia lejana, señorial, anticuada y autoritaria. Pues bien, cualquier cambio vendrá de las bases, de cada persona concreta abierta al Espíritu de Jesús que decida caminar y luchar con las manos en el arado.
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