A propósito de “¿Dónde está Elisa?” Esbozos para una religiosidad Gonzalo García-Campo La escena perfectamente podría animar un cuadro de Dalí. Pero Illanes, que conoce bien el medio del que escribe, sabe que perfectamente podría ser real. Que se repite casi a diario. Y es más o menos así: Raimundo y Consuelo, hermanos dueños de varias empresas líderes en el mercado, familia favorita de los medios que intentan levantar ídolos de barro, capaces de escandalizarse porque sus hijos pueden fumar marihuana o emborracharse y protagonistas de intensas relaciones extra maritales, discuten en la oficina, consideran que “X” o “Y” personaje es un imbécil, un incompetente, descalificaciones van y vienen, y de pronto, ¡stop!, el movimiento de sus ojos se congela, sus facciones se extienden, ponen cara de solemnidad: ella ha recordado que en la tarde de ese día se realizará la misa por la niña perdida, y que no pueden faltar. Un minuto de silencio y reflexión. La misa. Y que después siga todo tal como antes. En base a la escena descrita, como un pequeño bosquejo, queremos analizar los rasgos de una práctica religiosa a la que consideramos extendida hoy en nuestra sociedad. 1. – Pastelero a tus pasteles: que Dios no demore el milagro. “Y cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8). Estas palabras lanzadas por Jesús a sus discípulos pueden orientarnos en una mejor comprensión del fenómeno en cuestión. Una celebración eucarística ante una emergencia puede ser, en principio, una expresión profunda y sincera de fe. Y tal vez lo sea. Nunca podemos juzgar ni referirnos a la fe de otros. Lo que llama la atención es el correlato de esa fe en la práctica: Dios es reducido a una especie de médico que debe venir a nosotros, solucionar el problema y luego volver a su despacho particular, sin salir de ahí hasta que se le necesite nuevamente. Cuando un nuevo problema nazca, ahí deberá estar Dios para solucionarlo. Y así una y otra vez. Total, siempre que venga, encontrará fe sobre la tierra. Y no tendrá más que venir cuando uno quiera, como un hospital que debe estar siempre al servicio de uno. Este Dios–hospital no puede, entonces, fallar. El milagro se vuelve imperativo, una obligación. La necesidad dará la medida de la fe. 2. – Detenerse asombrado a la vera del camino: no silenciar al Dios de la Vida. Pero Dios no se parece en nada a un chaleco salvavidas. Ni a un teléfono de emergencia. Dios no está al servicio de las necesidades del hombre para funcionar como una proyección de éstas y solucionarlas cada vez que esto sea necesario. Un Dios así es un Dios que coarta toda libertad humana, que aliena a una humanidad que busca ansiosamente un sentido para su historia, privándola de lo más radicalmente humano: construir el camino de la propia vida desde el arbitrio sagrado puesto en manos de cada uno. Parafraseando a Gustavo Gutiérrez queremos preguntarnos: “¿Qué tiene que ver esto con el Evangelio?” El Dios revelado por Jesús es el Dios de la esperanza, un Dios que, en palabras de Frei Betto, “esta irremisiblemente enamorado de la humanidad” y que se transforma en aliento de vida, en una invitación a hacerse cargo de la historia, a anticipar el Reino regalado gratuitamente, más preocupado de la praxis humana que de las manifestaciones religiosas. Una vida cristiana que no se deje interpelar por la verdadera “Buena Nueva” y que la reduzca a un instrumento para la consecución de fines propios, no es, sin duda, la propuesta del Reino.
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