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Esteban Gumucio

INDIGNARSE PARA AMAR

INDIGNARSE PARA AMAR Pablo Fontaine sscc Hay un sentimiento, el padecer ante el hermano sometido y olvidado, que lleva a la indignación. Es una indignación que conduce a contemplar, a sufrir y a amar. Las líneas que siguen sólo se refieren a realidades sabidas. A veces conviene repetirlas para que no se nos duerma el alma. Y esto ocurre a menudo con la situación de injusticia en que vivimos. Llevo 15 años en La Unión, ciudad con un nombre significativo y esperanzador, cuya comuna contiene un número de habitantes poco mayor a los 40.000. Siempre tuve la esperanza, mientras se sucedían los diversos gobiernos nacionales y municipales, que algún día veríamos un alivio para los obreros y sus familias, ya que los problemas locales no parecían estar tan por encima de las fuerzas humanas. Pero después de muchas promesas de candidatos, no sólo no hemos mejorado sino que estamos peor. Es muy difícil encontrar trabajo. El trabajo que se encuentra es mal pagado, mientras tanto, como sabemos, las pensiones de los jubilados son claramente insuficientes como premio para quienes llevaron toda su vida el peso del trabajo. Para los trabajadores siguen siendo agudos los grandes problemas de la salud, de la educación y de la vivienda, junto con la inseguridad del mismo trabajo. Los medios nos hablan (¿con ironía?), de un país próspero que se encamina a ser desarrollado. ¿Será que no miran a su alrededor? ¿Qué no ven los hogares desarticulados porque deben trabajar ambos padres, muchos de ellos en otras ciudades, quedando los hijos solos o teniendo los jóvenes también que salir de su ciudad para estudiar o trabajar? ¿No consideran la agonía de los que se desgastan buscando trabajo en vano? ¿O el temor de perder el trabajo en cualquier momento? ¿Acaso el alcoholismo juvenil de La Unión no tiene nada que ver con las frustraciones de quienes no ven horizonte alguno? Esos muchachos y muchachas que reciben un cartón acreditando unos estudios que los llevan a nada, parecen objeto de una burla dolorosa. La lucha contra la delincuencia no pueda reducirse a una mayor vigilancia, mayor represión y más cárceles. Sus causas son más hondas. Uno tiende a culpar a los que gobiernan, pero ¿no será mayor la responsabilidad de aquellos que tienen el dinero? Se oye decir que nuevamente los capitales chilenos invaden América Latina. ¿De modo que los capitales son como grandes monstruos que se van ciegamente adonde pueden crecer más? ¿Y no es posible ocuparse de las personas, de la gente corriente antes que nada? Dicen que el mercado chileno es demasiado chico, sólo 17 millones de habitantes. Y de estos millones, ¿la gran mayoría ha de ser castigada por ser tan reducida? Esos capitales no caben en nuestro estrecho país. Entonces que los pobres se queden mirando la fiesta de los adinerados. No hay lugar para ellos. Como otro Pobre que pasó por Belén. Las necesidades de las empresas llevan a disminuir los puestos de trabajo. “¡Qué lástima, – dicen los que deciden – quisiéramos que hubiera trabajo para todos!” Para ellos es un mal rato, pero para las familias es el hambre, la inquietud, la inseguridad, el recorte de aspiraciones. Sería diferente si cuando se suprimen industrias o puestos de trabajo, los de arriba debieran disminuir a la vez su tren de vida. Pero en Chile están mal repartidas las riquezas y las penas. Uno empieza primeramente por dolerse con la pobreza de sus hermanos, después a preocuparse cada vez más seriamente y a preguntarse por las causas Y a esta edad mía, la última de la vida, crece una indignación por la indiferencia de una sociedad acostumbrada a que haya ciudadanos de segunda y tercera clase. De aquí estas palabras mías adoloridas e imprudentes. De ahí también estas palabras de la Sagrada Escritura: “Él librará al necesitado que suplica, al humilde que no tiene defensor. Tendrá compasión del necesitado y del abandonado. Y salvará la vida de los necesitados. Los librará de la violencia y la opresión, porque sus vidas valen mucho para Él” (Salmo71). Hay un grupo que tiene todas las facilidades, que se educa en buenos colegios, triunfa en las universidades, obtiene altos puestos de trabajo, hace grandes viajes y sus hijos pueden ir a los mismos colegios que sus padres para continuar sustentando la vida acomodada de esa parte de la sociedad. Abajo están los que sólo pueden ir a escuelas para pobres, no logran entrar a buenas universidades, obtienen pequeños trabajos, llevan una pequeña vida, logran trabajos duros y mal pagados, cuando los logran. Se comprende que tantos padres de familia trabajen más allá de lo que es humano para que sus hijos lleguen a la universidad. No quieren que pasen por lo mismo que ellos vivieron. Una mamá me decía, con toda naturalidad: “estoy trabajando todas las tardes para comprarle un computador a mi hijo, porque ahora es como tener cuaderno”. El computador que tantos compran en un minuto, es adquirido con varios meses de trabajo fuera del hogar, lejos de los hijos cada tarde. No es seguro que se estén tomando medidas para que esto cambie. Por lo demás no se trata de medidas legislativas o de una que otra inversión. Se trata de un cambio del corazón. Se trata de creerle a Jesús que los pobres son los más importantes, son nuestros señores. Se trata de leer el Evangelio y ponerlo en práctica. Y no sólo de proclamar la fe como un adorno. De ponerse con toda el alma a obtener otro ordenamiento de las cosas. Como personas que enfrentan una catástrofe y no ahorran sacrificios para vencerlo. Los pobres viven una catástrofe permanente. “No pueden esperar”, dijo el Papa. Pero ellos no han hecho otra cosa en toda su vida. Aunque algunos son más responsables que otros por el poder que ejercen, todos lo somos en alguna forma. Tampoco me excluyo, porque pude hacer mucho más con una vida de mayor pobreza y moviendo más la conciencia de ricos y pobres. Termino estas líneas sin odio a nadie, pero las termino llorando, diciéndole a Dios con el salmo 56: “Anota en tu libro mi vida errante. Recoge mis lágrimas en tu odre, Dios mío”, que es como pedir que sean fecundas y expresar un sollozo que me sale del alma. Quisiera no caer en la indignación. Más bien quisiera que esta indignación me llevara al amor. Amor a los trabajadores, amor a los que tienen el poder político y el del dinero. Sólo deseo que todos amemos a Jesús y actuemos en consecuencia.

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