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Esteban Gumucio

La Constitución importa. Sobre la necesidad de una nueva Constitución (I).

Christian Viera Álvarez*



De un tiempo a esta parte estamos escuchando acerca de la necesidad de un cambio constitucional. De hecho, si miramos el programa del actual gobierno, tan venido a menos en estos días, uno de sus pilares era la promesa de una nueva Constitución. Pero, ¿necesitamos una nueva Constitución?.

El equipo de comunicaciones ss.cc. me ha pedido un par de reflexiones sobre el tema, pero como es largo y no quiero abrumar, propongo trabajar este tema en tres columnas (me dieron dos, pero puede que salga una tercera). La primera, una explicación del origen de la actual Constitución. Luego, las actuales trampas o trabas constitucionales que impiden el tránsito hacia una mejor democracia, para finalizar con una reflexión sobre método y contenido. Vamos a ver qué resulta de todo esto.

El “once”, como suele llamarse coloquialmente, se produce un golpe de Estado que no solo depone al presidente constitucional sino que inicia un proceso de profunda transformación en la sociedad chilena en múltiples ámbitos, entre los que destacan el político institucional y el económico social. Respecto del primero, en lo inmediato, no solo se producirá una concentración del poder político como nunca se había dado en la historia, sino que para el futuro se despliega una concepción de la democracia de carácter instrumental, autoritaria y protegida. Sobre lo segundo, las tesis propuestas por el neoliberalismo comienzan a ser impuestas en todas las esferas sociales, restringiendo el rol del Estado a mínimos, no solo en estructura sino especialmente como agente que actúa en la economía.

El mismo 11 de septiembre de 1973, la junta de gobierno dicta el DL 1, que señala que “con esta fecha se constituyen en Junta de Gobierno y asumen el Mando Supremo de la Nación” (Nº 1). En este DL es posible apreciar la intención de la junta de gobierno de asumir la totalidad del poder, pero ante la falta de claridad de significado de la voz “mando supremo”, en noviembre de 1973, la junta dicta el DL 128. En el art. 1 se afirma que “la Junta de Gobierno ha asumido desde el 11 de Septiembre de 1973 el ejercicio de los Poderes Constituyente, Legislativo y Ejecutivo”. La junta de gobierno asume desde el principio la tarea de elaborar una nueva carta. Así, por medio del DS 1064 se “designa Comisión para que estudie, elabore y proponga un Anteproyecto de una nueva Constitución Política del Estado”. Conviene recordar que los integrantes de la Comisión, en su mayoría profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile, no se caracterizaron por disentir profundamente en sus postulados ideológicos ya que eran cercanos a la derecha chilena. En esta Comisión no cabía la representación de los sectores de centro o siquiera de centro izquierda del escenario político chileno. Se trata entonces de un “pluralismo limitado”, pero tan limitado, que estaba en ese límite en que no puede tener sentido hablar de pluralismo. Se trataba de un caso en el cual el adjetivo (limitado), destruye al sustantivo (pluralismo).



El 10 de agosto de 1980 el general Pinochet anunció que la junta de gobierno, en ejercicio de su potestad constituyente, había aprobado la nueva Constitución y que convocaba a la ciudadanía a un plebiscito para ratificarlo, el cual se realizará el 11 de septiembre de 1980.

El 11 de septiembre de 1980 se realiza un plebiscito para “ratificar” la Constitución. Hubo dos opciones: SI y NO, ganando la primera alternativa con el 67,04% de los votos. La nueva Constitución fue promulgada el 21 de octubre de 1980.

A partir de 1989 la Constitución ha sufrido múltiples reformas, siendo relevantes las que se realizaron en los años 1989 y 2005, sin embargo, los desafíos de la Constitución vigente permanecen en pie. No ha sido fácil el devenir de la Carta durante sus treinta y cinco años de existencia y no solo por el tema de legitimidad, sino especialmente por el tipo de sociedad que se propone para los chilenos: un sistema democrático con un fuerte énfasis en lo formal, con tutelares originales y con un desacomodo entre norma y realidad que esconden una profunda desconfianza sobre la madurez política de la comunidad y que aspiran a mantener el statusquo con indiferencia a las mutaciones que va experimentando la sociedad.

El 11 de septiembre de 1973, la irrupción militar provoca un quiebre político-institucional, pero también un cisma para la interpretación de la historia. La intervención golpista no supone una breve interrupción del sistema democrático en vistas de restablecer la institucionalidad resquebrajada sino que es más bien una refundación del Estado de Chile. Se trata de un proyecto de restructuración global que rompe violentamente con la tradición de la sociedad chilena, tanto en el nivel de las relaciones económicas como en cuanto a la naturaleza del Estado e, incluso, las concepciones ideológico culturales predominantes. De ahí la necesidad de barrer con la Constitución de 1925 y elaborar una nueva Constitución que responda a los nuevos paradigmas en los cuales descansará la institucionalidad.


Es posible realizar una crítica a la Constitución desde una doble perspectiva: una crítica formal, especialmente al procedimiento de aprobación original y su entrada en vigor casi diez después de su promulgación, y una crítica sustantiva, que apunta a su contenido, especialmente lo que podríamos llamar “enclaves autoritarios” o trampas constitucionales, pero esto último lo dejaremos para una siguiente oportunidad.

Como hemos visto, la junta militar que se instala en el gobierno en 1973, por medio de los DL 1, 128 y 788 se autoatribuye el poder constituyente. De ahí entonces, la junta se ubica por sobre la Constitución y el derecho, ya que de ella depende su generación y aplicación, sin que exista un mínimo control sobre sus actos.

Además, es necesario recordar el famoso plebiscito destinado a obtener la ratificación ciudadana a la carta. Digo “ratificar” y no “aprobar” en atención a que la ciudadanía no detentaba el poder constituyente, por lo mismo, mal podía generarla un cuerpo que no detentaba la autoridad para hacerlo. Así lo hacen notar en carta enviada a un periódico de circulación nacional, un grupo de profesores de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile. En ella, ese grupo de académicos, entre los que se cuenta Jaime Guzmán, pretende explicar el sentido de la decisión de la junta de convocar a plebiscito. Este no es un plebiscito democrático en el que se exprese la voluntad del pueblo, sino que una simple consulta popular, sin valor vinculante y cuyos efectos los decidirá, en definitiva, el detentador del poder constituyente (la junta). Dice la Declaración que “en consecuencia, bien pudo la Honorable Junta de Gobierno, en cuanto titular del Poder Constituyente originario, haberse limitado en su ejercicio a los estudios efectuados por la Comisión Constituyente, el Consejo de Estado y ella misma y haber dictado y puesto en vigencia la nueva Constitución sin más trámite. Luego, mal puede restarse validez a la convocatoria a plebiscito que por razón de prudencia y no de necesidad jurídica se ha estimado del caso llevar a cabo”.

Según la visión descrita, el plebiscito se reduce a una mera consulta sin poder vinculante. No obstante, esta consulta genera una serie de interrogantes, tanto por los efectos que se le atribuyen al plebiscito como por el mismo procedimiento de consulta.

Pero además, el procedimiento de consulta de 1980 presentó diversas irregularidades que impiden que pueda ser calificado como una manifestación libre de la comunidad. Por de pronto, se realizó estando vigente un estado de excepción constitucional (estado de emergencia), en un período de profunda represión y violación sistemática de los derechos fundamentales, suspensión y/o restricción de los derechos de asociación y reunión, inexistencia de registros electorales, entre otras.


De esta suerte, el plebiscito presenta una magnitud de irregularidades, además de pretender vestir con ropas demócratas a una Constitución que no lo es y que, desde 1981 hasta 1990 solo será Constitución semántica, habida cuenta que serán las disposiciones transitorias las que regirán durante este período, que también se caracteriza por el mantenimiento de la dictadura, permanentes estados de excepción constitucional, violación de los derechos fundamentales, transformación del sistema productivo y de los paradigmas históricos del Estado. Por lo mismo, surge la pregunta en relación a la legitimidad de la Constitución chilena, asunto que presento a continuación.

Durante largos años la cuestión de la legitimidad de la Constitución chilena no fue tema de debate. La Constitución ha sido aceptada como un factum del que no nos podemos sustraer, lo mismo que todo el corpus normativo fruto de la dictadura militar, especialmente la legislación irregular de los años 1973–1981. Al parecer, la fuerza normativa de lo fáctico unido a lo que Salvat llama “prudente gobernabilidad sistémica” han generado un asentimiento colectivo acrítico frente a la historia político–constitucional reciente. Ejemplo de ello es la postura del ex Presidente de la República, Patricio Aylwin, para enfrentar y derrotar en las urnas al gobierno dictatorial. Dice que “puestos a la tarea de buscar una solución, lo primero es dejar de lado la famosa disputa sobre la legitimidad del régimen y su Constitución. Personalmente yo soy de los que considera ilegítima la Constitución de 1980… (pero) esa Constitución –me guste o no- está rigiendo. Este es un hecho de la realidad que yo acato”. ¿Nos suena?… Años después, la misma versión recibió por nombre “Justicia en la medida de los posible”.

Sin embargo, la aceptación de una realidad que se impone no impide la mirada crítica al fenómeno. Me cuento entre los que creen que, tratándose de la Constitución chilena, su procedimiento, tanto de elaboración como de aprobación inicial y su contenido original, merecen una opinión negativa que es necesario hacer presente.

Se ha sostenido que el golpe de Estado y la dictadura militar encuentran su legitimación en el masivo respaldo de la ciudadanía. No obstante, si bien el Gobierno de la UP fue resistido por importantes fuerzas opositoras, no es menos cierto que, a la fecha del golpe, el gobierno contaba con una importante adhesión popular. Recordemos que Allende fue electo en 1970 con un 36,3% de los votos. En marzo de 1973 se realizan elecciones para renovar el Congreso Nacional y la votación de la lista de la UP asciende al 43,4% de los votos, es decir, aumenta considerablemente el volumen de votos la coalición gobernante. Insisto, el gobierno de Allende contaba con una oposición decidida, pero no se puede justificar el golpe por un reclamo mayoritario del pueblo de Chile, porque los resultados de las elecciones de 1973, a meses de ese episodio, lo desmienten. Por ello, la autoatribución de poder constituyente por parte de la junta no se puede justificar ni siquiera desde la perspectiva del derecho a la revolución, dado que no es la comunidad quien reclama el cambio de gobierno sino que se trata, más bien, de una simple irrupción de un poder fáctico que cuenta con el apoyo de la fuerza armada.

Además, en la génesis de la Constitución chilena no se ha verificado ningún elemento participativo o democrático y la ciudadanía se encuentra completamente ausente –claro está, porque no detentaba el poder constituyente-, por lo mismo, las diferentes instancias que intervienen en la elaboración de la Comisión carecen de representatividad y pluralidad ideológica. Al mismo tiempo, procedimentalmente se acude al pueblo para legitimar la carta (como ratificador de lo ya aprobado), sin perjuicio de que no están claras las razones para el pronunciamiento popular ni los efectos que produce dada la supresión de todos los mecanismos representativos. Sobre este mismo punto, señala Barros que en agosto de 1980, cuando la Constitución fue presentada públicamente, la carta no puede ser separada de su origen autoritario y su contexto: la Constitución ha sido impuesta desde arriba y los organismos que la prepararon trabajaron a puertas cerradas; la “Junta” la integran cuatro comandantes militares no elegidos. Además, la única participación ciudadana fue en un dudoso plebiscito en medio de un estado de emergencia. De igual modo, no hizo nada para alterar el carácter dictatorial del régimen, pues las disposiciones transitorias permiten que Pinochet continúe ocho años más en el poder, le dieron mayores poderes represivos y la junta militar, junto con ser poder ejecutivo, le cabe la tarea de legislar. De ahí que en su génesis y por los efectos que produce, la Constitución de 1980 aparece como obra maestra de Constitución autoritaria.



Al parecer, el afán refundador requería de instrumentos normativos, de ahí que es necesario comenzar a institucionalizar un régimen político hecho a la medida, para al menos dar una apariencia de legitimidad (legal) a la situación de autoritarismo político–militar implantado a la fuerza en septiembre de 1973. En el fondo, la Constitución encierra una profunda desconfianza del sistema democrático, de ahí que comparta lo que dice Quinzio Figueiredo: “la actual Carta Política de 1980 no cumple el requisito de ser expresión de un gran acuerdo democrático; por el contrario, fue generada en forma antidemocrática e ilegítima y solo ha sido legitimada por las circunstancias y los hechos… El único camino que genera una Constitución Política democrática, perdurable, eficaz, es el Poder Constituyente emanado de la voluntad popular”.

* Profesor Escuela de Derecho Universidad de Valparaíso

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