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Esteban Gumucio

La otra gratuidad

«Entienden todos, así, que la escuela o liceo necesita aparecer en los ránquines y que la asistencia es necesaria para conseguir subvenciones. Saben que nuestro modelo, aun gratuito y sin lucro, seguirá exigiendo competencia, seguirá entregando diplomas y dinero a los más eficientes, seguirá tapando con metilfenidato la ansiedad de los niños que no se adaptan a un sistema de orden y silencio. Nuestros alumnos no son tontos. Entienden perfectamente que no todo es gratuito, que nuestra sociedad no privilegia eso».

Por Raimundo Montero

“¿Es con nota profesor?” Hace unos días me quedé masticando esa pregunta al escucharla de boca de algún alumno, mientras pasaba cerca de una sala de primero medio. ¿Cuántas veces la habré formulado yo mismo? ¿Cuántas más se la he escuchado a estudiantes ávidos –o temerosos- de calificaciones?

La misma pregunta, repetida una y otra vez, pareciera haberse vuelto un fantasma del sistema educacional, un telón de fondo pedagógico, al punto de que muchos docentes la adivinan llegar antes de que se pronuncie.

¿Es con nota? Esas palabras, dejadas en el aire por un alumno cualquiera, pronunciada maquinalmente, irritan y socavan las esperanzas de los profesores que quisieran apostar a la motivación intrínseca. ¿No es posible que puedan discutir y estudiar por el puro gusto de aprender? “Sí, podemos profesor… ¿pero es con nota? ¿Entrará esto en la prueba?”

La respuesta clásica de cualquier docente es que no importa si es con nota o no, que lo sustancial es esforzarse y aprender, que la calificación es solo un dato para medir el avance, no un fin en sí mismo. Pero por alguna razón estas respuestas escasamente disipan la obsesión por la nota. ¿Por qué? ¿Qué nos faltará para ser convincentes?

Tal vez nos falta simplemente creer que es verdad. ¿No estaremos entendiendo todos –estudiantes, docentes, apoderados, directivos, sostenedores, funcionarios públicos- que a final de cuentas esto sí es con nota?

Y recordé, al escuchar a este alumno fantasma, cómo nuestro ministro de educación defendía la eliminación de la selección en los colegios con argumentos equivocados. “Solo de esta manera –señalaba reiteradamente en su exposición en ICARE 2014- podremos estar seguros de que escogemos a los mejores”. Junto con defender una nivelación pareja de la cancha, se aboga por la posibilidad de que los mejores talentos se desarrollen. ¿Y qué pasa con los “peores”? ¿Escoger a los mejores para qué? ¿Tiene sentido un sistema educacional cuando se construye sobre los mejores?

Es cierto que la educación moviliza el desarrollo de un país, y eso es de una importancia tremenda, fundamental. Pero también es real el peligro de traducir la etapa escolar únicamente en una preparación para el mundo productivo, en una suma de habilidades necesarias para la vida laboral o en perseguir calificaciones para certificarlas.

 Hay algo que asfixia nuestro sistema educacional. Es un espectro presente, un trasfondo poco visible, pero real. La búsqueda de eficiencia y productividad ha permeado la educación, llegando hasta el corazón del aula. Ha alcanzado a niños y jóvenes, apagando su creatividad, ahogando sus preguntas para destinar sus neuronas a la acumulación de información. ¿Es con nota, profesor?

En nuestro país, la gratuidad de la educación ha logrado instalarse –afortunadamente- como exigencia de justicia, como pieza ineludible del derecho a la educación. Felizmente hemos tomado consciencia de la importancia de resguardar el derecho básico de cada persona a educarse. Pero necesitamos avanzar, también, hacia otro tipo de gratuidad: la que se establece como criterio de nuestras relaciones y nos empuja a buscar la verdad pura y simple que nace del encuentro humano, un encuentro que no busca beneficio y que no discrimina mejores y peores.

Y esta gratuidad no se puede medir. Es una actitud, una disposición del espíritu, un criterio que nos permite separar lo transitorio de lo trascendente. Algo que nos empuja a no reparar en la eficiencia como primer elemento de discernimiento y a entregarnos sin esperar la justa retribución. Es lo que hace que paremos a saludar atentamente cuando vamos apurados a una reunión, que demos el asiento en la micro aunque vayamos cansados, que nos detengamos a escuchar las historias de los niños. En nuestra sala, tal vez pueda significar detener la clase para conversar sobre los sueños y desafíos del curso. O para reírse un rato con buenos chistes.

Es la gratuidad la que nos llevará a aprender por el puro gusto de crecer, por el placer de sentir cómo la curiosidad se satisface y se multiplica, cómo nos hacemos más humanos al preguntarnos sobre la vida, nuestra sociedad, la historia, la naturaleza o los números. Preguntarnos infinitamente, sin pretender acaparar el conocimiento, sin la idea de que nos llevará más arriba que otros. Aprender para ser felices y disfrutar este camino junto a otros y otras.

Pero es cierto, esto tal vez es pedir mucho, incluso más que pedir estudiar gratis. La gratuidad entendida como un valor es algo contracultural en nuestros tiempos. Hemos puesto en un sitial muy elevado a nuestros técnicos y burócratas. Nuestras páginas están llenas de experiencias exitosas, de charlistas con los siete pasos del éxito, de modelos importados que prometen ser infalibles en elevar la productividad de cualquier empresa en tiempo récord. He escuchado que en varias oficinas ya se han implementado (siguiendo a Google) las reuniones en el pasillo y de pie, para no perder tiempo y aumentar el rendimiento. Pareciera que nos hemos acostumbrados a aplaudir la rapidez, la efectividad, el aprovechamiento de cada minuto y las discusiones cortas y al punto.

Es por esto que nada nos asegura gratuidad en nuestras escuelas. Ni siquiera el fin del lucro y el copago. Ni siquiera un sistema gratuito.


No es extraño que el criterio de eficiencia haya alcanzado al mundo escolar y se haya posicionado tan alto. Evidenciar el logro es muy tentador. Dar cuenta de los progresos, justificar el accionar, medir, evaluar, constatar avances. Alcanzar un alto porcentaje de tiempo pedagógico efectivo, cubrir todo el currículo, evaluar cuantitativamente lo cualitativo porque así es más fácil comparar… ¡Qué importante es eso para planificar y ejecutar una buena labor, pero qué peligroso para nuestro espíritu!

Frente a la pregunta por la nota nuestras respuestas tiemblan porque tal vez nos preguntamos lo mismo. Quisiéramos liberar a nuestros alumnos de esa ansiedad, pero ¿cómo habremos de formar en algo de lo que carecemos? ¿Cómo insistir una y otra vez sobre lo efímero que es una nota en relación al aprendizaje puro, cuando nuestras vidas traslucen la entronización de la competencia?

Los estudiantes saben que el docente sí quiere buenos puntajes, sabe que los necesita como evidencia de buen desempeño profesional. Lo pueden oír en sus torpes justificaciones. También lo escuchan del equipo directivo, pues este grita que todo es con nota cuando deja fuera de la prueba SIMCE a los estudiantes con peor desempeño. Oyen a sus alcaldes vociferarlo cuando gastan dinero de subvenciones en grandes anuncios para publicitar su escuela. Entienden todos, así, que la escuela o liceo necesita aparecer en los ránquines y que la asistencia es necesaria para conseguir subvenciones. Saben que nuestro modelo, aun gratuito y sin lucro, seguirá exigiendo competencia, seguirá entregando diplomas y dinero a los más eficientes, seguirá tapando con metilfenidato la ansiedad de los niños que no se adaptan a un sistema de orden y silencio. Nuestros alumnos no son tontos. Entienden perfectamente que no todo es gratuito, que nuestra sociedad no privilegia eso.

Y es que esta gratuidad es algo que también puede encontrarse o no, en una sociedad.

Los imperativos morales de una sociedad fuerzan inevitablemente a cada persona u organización a actuar. En nuestro sistema educativo esto se evidencia dramáticamente. La premisa ha sido y seguirá siendo la competencia. Cada quien puede decidir libremente remar a favor o en contra de esta corriente, pero las consecuencias no son menores. Salir de esta lógica puede significar, sencillamente, fallar también en la propia misión.

Una amiga que trabaja en una escuela básica -que atiende niños y niñas desertores del sistema escolar- me transmitía la desazón que inundaba a los docentes, cuando tomaban consciencia de que su preocupación por la asistencia de sus niños y niñas tenía como motivación principal la necesidad de contar con la -urgente e impostergable- subvención escolar. Aun cuando se entiende como un medio para el mismo fin, hay algo que se pierde en el camino. “A veces nos preguntamos si no salimos a la calle a buscar subvenciones, antes que personas”. Inevitablemente, comienza a desdibujarse el sentido primero.

Es posible avanzar en esta gratuidad, por supuesto. Pero para eso es necesario que el sistema opere con una lógica que supere la competencia como criterio fundamental. Los docentes deben sentir que se valora la gratuidad y que incluso se utiliza como criterio central para evaluar lo que está ocurriendo al interior de las escuelas. Si al final del año solo se consideran puntajes y notas para evaluar el desempeño del curso y de la institución, ¿no hay aquí una contradicción? Los profesores no debieran sentir que darse el tiempo para conversar con sus estudiantes es un acto casi heroico. Conozco a muchos que lo hacen, que se quedan después de su jornada de trabajo a escuchar, aconsejar, acompañar; otros que usan sus fines de semana para corregir trabajos con mayor dedicación. Conozco funcionarios de colegios (administrativos, docentes, auxiliares) que son los “psicólogos” de niños con problemas en las casas. He escuchado a muchas personas decir que el profesor o profesora que los marcó fue aquel que se detuvo a escucharlos. ¡Qué importante favorecer estos encuentros!

La sociedad requiere que las próximas leyes educativas indiquen con claridad que estas prácticas se valoran. La Política Nacional Docente debiera hacerse cargo de esto. La iniciativa ciudadana “El Plan Maestro” lo menciona explícitamente. Sus primeras propuestas aluden a los “educadores y educadoras que Chile necesita” y entre ellas se encuentran la vocación, el trabajo colaborativo, motivación, valores, involucramiento, compromiso y ciudadanía, entre otros. ¿Cómo avanzar en esto con el porcentaje ridículo de horas no lectivas que nuestros profesores tienen hoy?

También podríamos aprovechar la discusión sobre el camino que seguirá la inminente desmunicipalización para crear una institucionalidad que promueva concretamente la colaboración entre establecimientos. Hay mucha riqueza que compartir: planes de apoyo, metodologías de enseñanza, programas formativos, etc. Ya hay iniciativas excelentes en este ámbito, pero son casos aislados que reman contra la corriente.

Es posible avanzar en gratuidad, en humanidad, en educación de verdad. La discusión de la Reforma Educativa recién comienza. Por favor no perdamos la oportunidad, olvidémonos por un momento de los ránquines, los NEM y los cálculos absurdamente anticipados de puntajes. ¿Cómo ponderaremos nuestras vidas cuando lleguemos al final del camino? ¿Qué porcentajes le daremos a nuestras preguntas sin respuesta, a nuestros sueños compartidos, a las gratuitas conversaciones sobre temas que no entran en la PSU?

Raimundo Montero es sicólogo y exalumno ss.cc.

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