Pedro Pablo Achondo ss.cc.Esta afirmación lúcida de Libanio me da pie para dar cuenta de un vacío generacional y sus inmensas (y perjudiciales) consecuencias. No es díficil constatar una brecha generacional entre aquellos que no solo soñaron con el otro mundo posible, sino que también trabajaron –hasta dar la vida– en su construcción; y aquellos jóvenes –y no tanto– que en nuestros días piensan, debaten, discuten, escriben, salen a las calles, son generadores de opinión en las redes sociales, lideran marchas, participan en foros mundiales y viven la vida cotidiana con la sensación de que ahora sí es posible –no sin desencanto y enfado. Esta brecha es cultural. Social. General. Institucional. Política y ética. Aquí solo queremos, sencillamente, esbozar lo que desde nuestro parecer ocurrió y ocurre en nuestra Iglesia. Ni Romero, ni Helder Camara; por nombrar dos personajes importantes de nuestra historia eclesial (y no eclesial) latinoamericana; fueron nombrados en las catequesis de primera comunión. Menos aún en la confirmación. Para qué decir de las clases de religión impartidas en establecimientos llamados católicos. ¿Por qué no? La respuesta es simple y lógica. Hubo una intención en esto. La trasmisión de cierta tradición es siempre intencionada. No hubo interés en hablar de Woodward o conocer al Jesús Liberador en los textos de Sobrino o Comblin. No hubo interés en estudiar el movimiento humanizador que Cardenal promovió en Nicaragua. Parte de la Iglesia simplemente lo omitió. A otra parte no le interesó. Y, no pocos se quedaron con caricaturas, fotografías y anécdotas de lo que fue una verdadera revolución. Revolución acompañada de un Concilio revolucionario, que se llevó a cabo hace tan solo 50 años. Pero hubo una parte de la Iglesia a la cual sí le interesó. Encontró –porque lo vivió– aquí una fuente tan rica de Evangelio que comprometió su vida, su tiempo y su sangre en anunciar y proclamar la perla en medio del desierto. Surgieron, inspirados por buscadores y soñadores europeos, africanos, asiáticos; movimientos sociales, religiosos y religiosas comprometidos con el mundo obrero –¡por amor a Jesús y su vida nazarena!– brotaron comunidades pequeñas, fraternas, pobres y orantes. Surgían misioneros audaces, cristianos valientes, convencidos. Bullía un cristianismo de base, que caminaba en medio del pueblo, que no temía levantar su tienda en favelas, villas, poblaciones; entre indígenas, pobladores, mujeres explotadas y niños que vivían en las calles. ¿Dónde quedó todo esto? Algunos creen que nada de esto sigue en pie, mientras se continúa estudiando y pensando la fe desde el barro de los últimos del planeta. Algunos piensan que esto ya pasó o no dice nada a nuestro mundo, mientras aumenta el número de jóvenes sedientos de una Iglesia comprometida, profunda, sencilla y cercana. Algunos jamás escucharon hablar de esta tradición. Otros son expertos en Teología de la Liberación y siguen de cerca las palabras del primer Boff, de Ronaldo Muñoz, la agudez de Segundo, las denuncias proféticas del grupo de los 80. No pocos siguen encontrando en el universo eclesial-espiritual-teológico-social-cultural latinoamericano la fuente más rica para respirar el Evangelio de Jesús. No obstante estos pocos –y no tan pocos– hay una responsabilidad que asumir. De parte de dos interlocutores. De forma sencilla, diremos el viejo y el joven. El viejo que luchó, construyó y soñó; y el joven que está descubriendo, bebiendo, deslumbrándose. He ahí la brecha. ¿Qué fue de la generación “transmisora”? ¿De aquellos que sin ser viejos, ni jóvenes conocieron, vieron, oyeron, leyeron y fueron participes de todo esto? Como dijimos hace un momento las razones son varias y hoy en día claras: política eclesial, miedo a “lo que olía a marxismo”, violencia contra, desencanto, frustración de un proyecto social acallado, e irrupcción de una sociedad hedonista, narcisista, individualista basada en el capital, el consumo y la mercantilización de la vida. Todo esto permeó a la Iglesia. La responsabilidad hoy, entonces, se levanta como un desafío. Como una bandera esperanzadora. Los viejos deben asumir su responsabilidad: la tradición de la que hablamos no fue transmitida con la fuerza necesaria –porque la tradición jamás desapareció y sigue viva en minorías. Las consecuencias de esta falta (brecha) son evidentes. Los jóvenes deben asumir su responsabilidad: del deslumbramiento al fortalecimiento de la tradición. Las generaciones jóvenes, antes de que sea tarde, tienen la posibilidad (tarea) de asumir la sabiduría, historia, experiencia, vivencia, y sobretodo la palabra (buena noticia) de la generación mayor. Son otros tiempos, es claro, y aquella tradición tendrá que ser Palabra Viva que responda, acompañe y preñe de esperanza cristiana el mundo de hoy. Desde siempre la Iglesia vivió y sobrevivió por tradiciones que fueron transmitidas; “yo recibí del Señor lo que les transmití” –dice San Pablo (1Cor 11, 23). Esta tradición que vive, busca y sigue luchando a la par de los olvidados, de los desconectados y marginados; merece y clama por ser transmitida, compartida y celebrada juntos en las pequeñas comunidades portadoras de la fe en el buen Jesús. Que el Dios Trino, verdadero transmisor de la Luz, nos guíe y acompañe en esta misión. Pedro Pablo Achondo ss.cc.
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