(*) Por Francisco De Ferari
La sociedad chilena se encuentra en un proceso de debate: ¿qué país queremos?, ¿qué debemos cambiar y qué deseamos mantener?, ¿quiénes deben participar en la toma de decisiones? Las interrogantes son múltiples y se dan en distintos niveles. Abarcan tanto los temas a discutir como los criterios y formas de las discusiones. Hoy se ponen en cuestión asuntos que antes se daban por sentados, y lo que antes resultaba inviable hoy parece plausible. Aparecen nuevos actores que tensionan la configuración y el ejercicio del poder en la sociedad. Se trata de un proceso profundo, pues el debate apunta a una redefinición de los límites de lo posible y, por ende, de aquello que puede ser socialmente decidido.
Esta disputa sobre aquello que puede y debe ser socialmente decidido es a lo que el Informe del PNUD 2015 entiende por politización, es decir, hace una distinción entre “la política” como expresión institucional/tradicional de un determinado estatus de la definición de lo político y “lo político” como todo aquello que en una sociedad se establece como susceptible de ser decidido colectivamente (PNUD, 2015). Todo esto, además, tiene directa relación con el hecho de que cada vez son menos los chilenos que justifican la interrupción de la democracia o manifiestan apoyo a los regímenes autoritarios. No obstante aquello, se percibe que hay una profunda insatisfacción con su funcionamiento en el país (PNUD, 2014; De La Fuente y Mlynarz, 2013)
La irrupción y politización de la ciudadanía da cuenta de que existe una amplia demanda por cambios profundos en diversos ámbitos de lo social, siendo espacios paradigmáticos la educación y la salud pero también temáticas más complejas y abstractas como la Constitución Política (Todos sobre el 70% de apoyo ciudadano)
Si bien hay anhelos profundos de transformación y las personas manifiestan un interés creciente por lo público y lo político, experimentan al mismo tiempo dificultades para traducir ese interés en acciones. Se percibe una tensión entre la alta valoración de las decisiones participativas (casi un 80% de las personas cree que se deben realizar cambios profundos en el corto plazo) y la disposición a involucrarse en ellas a través de prácticas concretas (un 40% estaría dispuesto a participar en instancias directas de tomas de decisión).
Si bien desde el retorno a la democracia a la fecha han existido intentos desde el Estado de promover y garantizar la participación ciudadana en la gestión pública mediante una serie de leyes y mecanismos de participación, estas no han logrado constituirse como elementos claves en la reconfiguración de la esfera pública ni han sido instancias que promuevan una participación activa y comprometida de los ciudadanos en dichos asuntos quedándose en estados informativos y consultivos sin dar saltos decididos a la planificación, cogestión y control social de los mismos ciudadanos(Mlynarz-Marín, 2013). Se perciben acciones más bien restringidas por la autoridad, en el marco de una democracia “sitiada” y de baja intensidad con carencia de creatividad institucional y marcada fuertemente por las desigualdades sociales que generan una asimetría importante en la distribución del poder (Delamaza, 2013).
En este contexto social-político-cultural, los grados de involucramiento de las personas son heterogéneos y dispares. En el mismo Informe del PNUD se plantean 6 tipos de involucramiento: 1) Los comprometidos con los cambios de manera individual y colectiva (11%); 2) Los involucrados individualmente que, si bien les interesa el debate público, tienen una baja participación en instancias colectivas (14%); 3) Los ritualistas que se comprometen desde la política tradicional (19%); 4) Los colectivistas que consideran que la clave está en las organizaciones de base y no desde la política formal/institucional (15%); 5) Los observadores quienes tienen un elevado interés por temas públicos pero tienen un desinterés por la política formal (17%); 6)Finalmente, los retraídos quienes tienen un bajo nivel de involucramiento y un alto nivel de malestar pero desconfían de la posibilidad de cambios mayores y le temen de sobremanera al conflicto (24%)
El mismo Informe se hace la pregunta acerca de ¿cómo a través de estas diversas modalidades se logra un involucramiento con “lo político” que otorgue solidez y legitimidad a la deliberación social en el espacio público? Ellos plantearán que para que dichos procesos de politización sean una oportunidad más que un riesgo se precisa empeñar nuestras fuerzas en dos tareas: 1) En constituir una POLIS donde deliberar los asuntos que están en tensión/cuestión, es decir, un espacio público que sea inclusivo y logre incorporar a la mesa de diálogo y debate las distintas visiones y valoraciones; 2) Potenciar la subjetivación política de los individuos para que puedan involucrarse y participar de la deliberación en ese espacio. Urge reducir la distancia entre “la política” y la vida cotidiana de las personas para superar la desafección y desinterés instalados en la cultura de que “la política y lo político” no nos pertenecen.
Las iglesias han sido a lo largo de la historia de Chile espacios relevantes de interacción, desarrollo y organización humana. Una parte importante de la iglesia católica fue agente activo en las transformaciones de la década de los 60-70´s así como también reconocida fue su labor en tiempos de la dictadura en defensa de los DDHH y, con menor visibilidad, desde los 90´s hasta hoy. Como hemos visto anteriormente, nuestro país vive tiempos notables de politización e involucramiento en temas de interés público por ello surge una serie de preguntas para animar el debate: ¿cuál es el rol que han ocupado las distintas comunidades eclesiales (parroquiales, centros juveniles, colegios, etc…) en estos procesos?, ¿qué grado de involucramiento social-político se ha favorecido?, ¿qué mecanismos se generan en dichos espacios para que sean las mismas comunidades con sus diferentes actores quienes tomen las decisiones que les competen a todas y todos?, ¿cuál es el nivel de vínculo que se genera entre dichas comunidades eclesiales y el resto de la sociedad en su conjunto?, ¿vemos la creciente politización como un riesgo que hay que detener o como una oportunidad que fortalecer?
De esta manera, los tiempos actuales de politización pueden ser un tiempo propicio -un kairós- para recuperar la capacidad de soñar y sentirse realmente constructores de la sociedad que queremos, de la utopía del Reino que tanto anhelamos, pues de nosotros –individual, colectiva e institucionalmente- depende ser parte activa o meros espectadores del nuevo Chile que deviene.
(*) Filósofo UAH, actualmente trabaja en el Consejo para la Transparencia
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