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MISERICORDIA, NO SACRIFICIOS

Por Juan Carlos Navarrete Muñoz

El siguiente relato corresponde a un hecho real y ocurrido recientemente. Una situación que no es nueva, que afecta a muchos y constituye una forma diferente de abuso. Nuestro reconocimiento y gratitud hacia los muchos sacerdotes, religiosos y religiosas que anteponen la misericordia por sobre las normas, el espíritu sobre la ley.

La religiosa tocó a la puerta de la modesta casa de doña Rosa. Luego se dirigió a la pieza donde estaba el papá postrado en cama aquejado de una ya vieja enfermedad. Antes de entregar la comunión al enfermo, invitó a la dueña de casa a recibir también el Cuerpo de Cristo, a quien veía también muy delicada de salud. Ella le dijo: “Hermana, es lo que más quisiera, pero no puedo. No estoy casada”. La respuesta no amedrentó a la hermana y preguntó: “¿Hace cuántos años que viven juntos?” “Hace ya 32 años”, respondió ella. Y continuó con su relato. “Me separé a los pocos meses de mi primer marido. Me pegaba y cuando quedé embaraza tuve mucho miedo de que me pudiera matar junto a mi hija. Al tiempo después conocí a Juan. Después de un tiempo de pololeo, decidimos vivir bajo un mismo techo. El aceptó ser el padre de mi hija y con los años nuestra familia fue creciendo. Juntos tuvimos 3 hijos”. La hermana escuchaba con emoción la historia de doña Rosa y preguntó: “¿Y usted ama a don Juan?”. Doña Rosa no titubeó en responder: “Claro hermana. Él ha sido mi vida y yo le he sido fiel hasta hoy”. En ese momento la hermana hizo llamar a don Juan y delante de doña Rosa repitió la pregunta: “¿Usted la ama?”. La respuesta fue un rotundo “¡Si! Hemos vivido momentos difíciles, nos ha costado criar y parar la olla, pero siempre hemos podido salir adelante”. Siguieron unos minutos de silencio y oración. La invitación siguiente fue para comulgar. Al principio quedaron sorprendidos y doña Rosa agradeció con el corazón la oportunidad de recibir a su Señor, no sin antes pedir perdón por sus debilidades y pecados de los últimos 32 años.

Después de un mes de este episodio, la hermana se encontró en la calle con doña Rosa. Su cara ya no lucía como aquel día y su voz estaba entrecortada. Le contó que a los pocos días de su visita, recibieron en casa al párroco y que al enterarse que en su condición de separada y conviviente había comulgado, les auguró las penas del infierno. “Las personas separadas y que conviven, están en pecado y en estas condiciones no pueden comulgar”, había sentenciado el señor cura. Desde aquel día doña Rosa y don Juan no han pisado la Iglesia. A doña Rosa le cuesta retomar el rezo del rosario y don Juan no puede entender que la Iglesia los trate como si tuvieran sida. A los pocos días, la hermana recibió una llamada del párroco increpándole por semejante cosa que había hecho en su parroquia y faltar gravemente a la normativa de la Iglesia. Por último, el que mandaba en la parroquia era él. Ella escuchaba en silencio y aceptó la reprimenda no sin antes manifestar su disconformidad. Le habló de la falta de discernimiento, de las causales de nulidad del matrimonio, de lo esencial del consentimiento y del mutuo amor para hacer de una pareja un matrimonio, del corazón de pastor y mucho más. En respuesta recibió una fría despedida.

¿Qué haría Jesús en estas circunstancias? Lo veo salir al encuentro de Rosa y Juan y escucho que les dice “vengan a mí, no tengan miedo”. Coloca sobre ellos su mirada compasiva, buscando crear un clima de acogida, comprensión e infinita misericordia. Sobre los hombros de doña Rosa y don Juan hay una pesada mochila que han debido cargar por largos 32 años. Jesús les habla de que Él no ha venido para salvar a los justos sino a los pecadores, a los agobiados, a los marginados. “Vengan a mí ustedes que están cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Mi yugo es suave y mi carga ligera”, insiste Jesús. Ellos igual creen que faltaron a su palabra-compromiso de un amor hasta que la muerte los separe y con ello han traicionado la voluntad de su Iglesia. Jesús los mira con ternura y compasión, toma sus manos y repasa con ellos la acción liberadora de Dios Padre en la historia de su pueblo y en las vivencias que ellos han ido tejiendo en estos 32 años. Recalca con tono enérgico que “quiero misericordia, no sacrificios”, “que las personas están sobre el sábado” y cómo en la era postrera “Él tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades”. Los rostros de Rosa y Juan se veían más relajados, sus espaldas aparecían erguidas, sus miradas se cruzaban con las de Jesús y con alguna cuota de “complicidad”. En ese momento, Jesús los invita a sentarse en la misma mesa. Le pide a doña Rosa que traiga ese pan amasado horneado en la mañana y a don Juan una copa de ese vino con el que han celebrado en los últimos 32 años tantos gozos y esperanzas que les ha deparado la vida de pareja y familia. En esos momentos Jesús levanta la copa y les dice que ese vino es su sangre que se ha derramado por ellos para que tengan vida en abundancia, aquí en la tierra y en el cielo. A continuación toma el pan y les dice que ese pan que se parte para ser compartido es realmente su cuerpo para salvación de ellos y de todos. Después de la Fracción del Pan, Jesús se despide, no sin antes bendecir su unión y a sus hijos. A partir de ese día, doña Rosa y don Juan comprendieron que en su primer matrimonio habían actuado de buena fe, ilusionados con el primer amor y que nadie los condenaba. A partir de ese día, se sintieron acogidos, comprendidos e incluidos. Sintieron ser parte de la Fiesta del Padre por el hijo que estaba muerto y ha vuelto a la vida.

No tengo duda alguna que tras los pasos de la hermana, Jesús camina a su lado, al lado de doña Rosa y don Juan.

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