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Esteban Gumucio

Pokémon Go o lo que nos falta atrapar*

** Por Andrés Montero

Hace un par de meses, tuve la suerte de estar en Ciudad de México junto a mi esposa. Entre las cientos de cosas que me llamaron la atención de esta ciudad interminable, hubo una que me sorprendió particularmente: en el metro, los tres primeros carros y los tres últimos de cada tren, son exclusivos para mujeres y niños. En la mayoría de los casos, la policía se encarga de velar porque se cumpla esta disposición, con un uniformado apostado ahí, en el tránsito del tercer al cuarto vagón, impidiendo el paso de quien quisiera pasarse de listo. Por seguridad, varias personas nos recomendaron que viajáramos en el cuarto vagón, de modo que pudimos observar lo que se vivía allá, en el otro mundo, en el mundo de las mujeres y los niños: camaradería de género, apoyo mutuo, sonrisas y sobre todo mucha tranquilidad en su viaje en transporte público.

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Sin embargo, Nicole (siempre mucho más atenta a todo), estaba en desacuerdo: medidas como esta no hacían otra cosa que seguir fomentando un machismo que – hay que decirlo – tiene en México una vitalidad impresionante. ¿Qué pensarían aquellos niños, que desde que tienen uso de razón ven que es necesario separar a los hombres de las mujeres porque las pobres bestias no se pueden controlar al verlas? Separar a los hombres de las mujeres era una medida que, aunque urgente, iba a tapar por mucho tiempo lo importante. Era rendirse, no dar la pelea, dejar la discusión porque ya no tenía sentido, porque lo único que se podía hacer era separar a los unos de los otras, dado que los unos no iban a dejar de ser lo que eran, y las otras no querían aguantarlos más.Lo primero que pensé, sin darle muchas vueltas al asunto, es que era una medida formidable: sería muy difícil negar que el metro se convirtió en un lugar mucho más seguro y agradable para las mujeres, acostumbradas a agarrones, empujones, groserías, piropos indeseables, robos y tantas otras cosas que tienen que haber provocado la separación como medida necesaria. Además, las mujeres que no quieran viajar en los vagones exclusivos, por la razón que sea, no tienen problemas para hacerlo en cualquier lugar del resto del tren. De modo que es simplemente una opción (opción que, es lógico, la gran mayoría de las mujeres toma con gusto).

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Por supuesto, cambié de parecer y me cuadré con la posición de Nicole. Y sin embargo, se veía tanta felicidad y solidaridad de género allá, en el tercer vagón, más allá del policía que no me habría dejado pasar, que no podía sino seguir pensando que tal vez no fuera una mala medida, incluso después de ser convencido por mi esposa con acalorados argumentos. Qué mal tenía que haber estado la cosa para que llegaran a esto, pero sobre todo, qué mal llegar a una normalización de este tipo. Me sentí confundido, porque seguía viendo felicidad allá en los primeros vagones. Entonces caí en la cuenta de que el hecho mismo de que se tratara de una medida exitosa era lo que demostraba el punto de Nicole: si separar hombres de mujeres es una medida exitosa, algo estaba extremadamente mal.

Concluí, finalmente, que se trataba de una medida exitosa que, sin embargo, estaba revelándonos algo infinitamente triste sobre el mundo en que vivimos.

Y no volví a pensar en esto.

Eso, hasta hace algunas semanas, cuando mi cuñado me mostró un video donde cientos de personas se empujaban en el Central Park de Nueva York, dejando incluso abandonados los autos, porque había aparecido un Pokemón poco común y había que atraparlo.

Supongo que no será necesario introducir a nadie a qué es Pokemón Go, después de que por primera vez en la historia de internet algo haya superado la búsqueda en la red del porno. En lo personal, nunca vi la serie televisiva y me acabo de enterar de que fue un juego antes de ser una serie. En el colegio, mis compañeros – creo que todos – sí la vieron, de modo que estoy enterado de la trama y conozco a sus personajes principales. Como se trata de una buena historia, que por algo cautivó a tantos millones de niños y jóvenes, no puedo sino entender que, al menos para ellos, sea emocionante poder convertirse en el protagonista de algo que marcó, de un modo u otro, su infancia. Por lo demás, sería absurdo negar que la aplicación es una genialidad, desde el punto de vista lúdico y tecnológico. Reconozco que me resulta extraño ver a niños y adultos cazando monstruos virtuales por la calle, admito que me he descubierto como un conservador que no quiere que cambien los juegos, como un viejo que mueve la cabeza repitiendo “en mis tiempos jugábamos con una pelota de trapo”, y que eso me ha sorprendido de mí mismo. No puedo negar lo extraño que me resulta ver a escritores comentando que salieron con sus hijos a cazar pokemones y que fue bacán (habría imaginado que serían parte de la resistencia, como quien dice), pero sé también que todo lo anterior es una opinión más que personal y que no tengo muchos argumentos para explicar por qué no me gusta esta moda. Simplemente, me gustan más los libros o el deporte, pero ese soy yo. De modo que no seguiré por ahí: no tengo nada que decir, respeto a quienes lo pasan bien con el juego, habría que moderar su uso como el de todas las redes sociales, bla, bla, bla.

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Lo que me ha llamado la atención es otra cosa. Ante las críticas, los seguidores del juego han respondido rápido, y su argumento principal ha sido que esta aplicación hace que los niños salgan de su casa, que interactúen con otras personas, que conozcan su ciudad. Hace pocos días estuve en Fresia, en el sur de Chile. Una bibliotecaria me comentaba que llevaba muchos años intentando que su hijo saliera un poco de la casa, porque se la pasaba encerrado en el computador, absolutamente todo el día, alegando cuando había que ir a visitar a algún pariente: el caso de muchos niños y jóvenes de esta época, lo sabemos. La bibliotecaria no podía sino estar feliz ahora: su hijo estaba todo el día afuera, interactuaba con otros jóvenes, llegaba con los pies cansados de tanto caminar por Fresia y ya no pasaba el día encerrado en el computador. No será un caso único, claro: miles de papás están comentando lo mismo. ¿Cómo no celebrar a Pokemón Go, entonces? Se ha argumentado, también, que los jóvenes están yendo a los museos, a centros culturales, a los parques. A buscar Pokemones, claro, pero al menos están yendo y conociéndolos de rebote. ¿No es acaso algo positivo? Los padres que tienen la aplicación dicen felices que han encontrado una forma de conectarse y jugar con sus hijos. ¿Quién sería el malvado que podría seguir en contra de Pokemón Go? No sé. Yo no, al menos. Me han convencido estos argumentos irrefutables.

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Si Pokemón Go fuera una medida destinada a sacar a los niños de sus casas y hacerlos conocer su ciudad, sería una medida exitosa sin ninguna duda, así como no hay ninguna duda de que la medida de separar hombres y mujeres en el metro de Ciudad de México es un éxito porque acaba con maltratos y abusos machistas.

Y sin embargo, los carros separados del metro están revelando algo muy triste del mundo en que nos tocó vivir. Del mismo modo, el hecho de que cientos de monstruitos virtuales sean la única razón de miles de niños, jóvenes y hasta adultos para querer conocer su ciudad e interactuar con otros, está gritándonos algo muy fuerte y muy claro. Está revelando algo muy triste del mundo en que nos tocó vivir.

La aparición de esta aplicación – del éxito indiscutido de esta aplicación, más bien – podría ser una oportunidad para que atrapemos algo más que Pokemones: el sentido que le estamos dando a la vida, a nuestros espacios públicos, a nuestras calles, y a la presencia de los otros en ellas. Si necesitamos llenar los parques de personajes que sólo se pueden ver a través del celular, algo pasa con los parques. Algo pasa con los museos. Algo pasa con la educación. Algo pasa con los padres que no sabían cómo encontrarse con sus hijos. Algo está pasando, y Pokemón Go lo reveló de forma muy clara. Dependerá de cada cazador saber atraparlo.

 

* Columna publicada el 19 de agosto en www.elquintopoder.cl

** Andrés Montero, escritor y cuentacuentos en la Compañía La Matriosca.

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