Por Sergio Pérez de Arce sscc Sin duda que es la hora del diálogo, para salir del atolladero en que está la educación. Y pareciera que el Congreso es un espacio privilegiado para dialogar y buscar acuerdos. Pero razón tienen los estudiantes para desconfiar de un diálogo que retarda respuestas y de un congreso que tan a menudo hace procesos larguísimos y alcanza avances solo regulares… Pero, bueno, hay que dialogar, ir más allá de los eslóganes y, con liderazgo del gobierno (¡que para eso está!), buscar caminos.
No olvidemos lo que está a la base del problema de la educación: la desigualdad social y el modelo de sociedad que hemos construido. Si es evidente que en Chile hay un problema de inequidad, ésta se expresa con fuerza en la calidad de la educación: todos o casi todos se educan, pero con muy desiguales calidades.
Un analista mostró en una charla los altos índices de segregación de la educación chilena, entre las más altas del mundo. Segregación académica: los alumnos separados según capacidad en establecimientos separados. Y segregación social: alumnos del mismo nivel socioeconómico agrupados en las mismas escuelas. Todo esto es un reflejo más de la alta segregación en nuestro país: barrios, comunas, trabajos… Nos mezclamos poco y hay sectores muy elitizados.
Un problema serio es el de la educación pública. Hay muy mala percepción de la educación municipal y los problemas que estamos viviendo no hacen sino aumentar el éxodo. En los últimos 15 años los matriculados en educación municipal han disminuido en más de 320.000 alumnos, mientras que la particular subvencionada ha aumentado en más de 750.000 alumnos.
¿Qué hacer? Es evidente que se requiere una nueva institucionalidad para regir la educación pública, lo que se ha llamado la desmunicipalización. ¡Es impresionante que llevemos tantos años con un diagnóstico de que la municipalización no es buena (al menos para la mayoría del país) y no se haya hecho todavía un cambio!
Pero el puro cambio estructural ni un mayor nivel de recursos económicos no son suficientes por sí solos. Las escuelas y liceos municipales necesitan proyectos educativos, gestión directiva eficaz y docentes competentes, de manera que los alumnos y la familia perciban que educarse allí tiene un sentido, aporta y conduce a algo bueno. En esto el Estado y el conjunto de la sociedad tienen que invertir energía.
¿Y el financiamiento compartido en las escuelas subvencionadas, que la Confech pide que se acabe? En muchos lados ha sido necesario, para tener más recursos para educar, pero ha tenido una consecuencia posiblemente no querida por quienes la han implementado: A más crecimiento del financiamiento compartido más crisis de la educación pública municipal. En los últimos 15-20 años, la gente que paga algo o mucho por educar a sus hijos ha subido del 11% al 43 %. Y ya sabemos que, en medio, no han faltado los que lucran a costa de profesores mal pagados y contratos intermitentes.
No sé si hay que acabar con el financiamiento compartido, podría poner en aprietos a muchas escuelas que hacen una buena labor. Pero algo hay que hacer, porque tenemos un sistema educativo que clasifica socialmente: “según a qué escuela asistas, eres clasificado”. Y para acceder a una educación aparentemente de más calidad, hay que terminar metiéndose la mano al bolsillo. Y los más pobres y una parte importante de la población no tienen esa plata.
¿Y la educación católica? Se hace una buena labor y la mayoría usa los recursos invirtiéndolos en la misma educación, no para lucrar. Pero el 30% más pobre de la población se educa: un 75 % en educación municipal, un 19 % en particular subvencionada no católica y sólo un 6 % en escuelas católicas. Hay algunos que han tomado opciones de abrir escuelas entre los más pobres y es un avance, pero la mayoría nos hemos quedado con los que son (entre comillas) un poco más capaces y tienen al menos alguna posibilidad de aporte económico. Sin olvidar nuestros colegios particulares caros, que en este cuadro no dejan de suscitarnos cuestionamientos.
Como Iglesia podemos hacer más en la educación entre los pobres y contribuir, por qué no, a un mejoramiento de la educación pública, aprovechando la experiencia e historia que tenemos. Me encantaría que el Estado hiciera participar más a la Iglesia y otros organismos en la gestión de la educación pública. Hay que vencer prejuicios y con la colaboración de muchos enfrentar los problemas.
Ofrezco estas reflexiones para nuestro debate. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo salimos como país de este momento de empantanamiento?
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