«Ciertamente no todo en la modernidad es compatible con el Evangelio de Jesús. No se trata de asimilar simplemente todo lo moderno en la Iglesia. Pero me parece que estas dos exigencias –debate público racional y transparencia en la toma de decisiones– no solo son compatibles sino que brotan de la manera como Jesús quiere que se ejerza el poder entre sus discípulos, como un servicio».
Por Sergio Silva Gatica ss.cc.*
En estos meses recién pasados nos ha tocado vivir en Chile fuertes turbulencias, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Los más publicitados han sido los casos Caval y Penta, por un lado, los del obispo Barros en Osorno y del profesor Costadoat en la facultad de teología de la PUC, por otro. Me he preguntado si se puede descubrir algún hilo o factor común, y me ha parecido que sí. Esto común que creo ver lo puedo expresar con la imagen de una ola de maremoto, que llega repentinamente, adquiriendo cada vez más altura a medida que se acerca a la costa y que, una vez que llega, arrasa buena parte de lo que encuentra a su paso. Me parece que en Chile estamos viviendo una ola semejante en un tema que está muy en el centro de los casos que he mencionado. Se trata del ejercicio del poder. La ola que nos llega, me parece, es un aspecto de la modernidad. Cada vez más chilenos nos resistimos a aceptar un ejercicio del poder hecho a la manera tradicional, premoderna, que era la acostumbrada entre nosotros.
En ese modo acostumbrado, premoderno, el poder lo ejercían unos pocos, de espaldas al pueblo, y el pueblo no conocía los canales por los que discurrían las aguas que llevaban a tomar las decisiones que luego lo afectaban. Hoy, en cambio, un número creciente de ciudadanos y de fieles exigen un ejercicio diferente del poder. Me detengo en dos características de este nuevo modo muy íntimamente interrelacionadas.
1) No se aceptan decisiones que no vengan apoyadas en razones convincentes y que se puedan debatir públicamente. En principio, en la sociedad esto está aceptado, hasta el punto que se encuentra institucionalizado en el debate parlamentario de las dos cámaras del Congreso. Sin embargo, este debate no involucra a los ciudadanos “de a pie” ni en la gestación de las leyes ni luego en su posterior aplicación. En los últimos años hemos visto surgir en Chile –claramente a partir de los “pingüinos” que se rebelaron el 2006– muchos movimientos sociales que han salido a la calle para hacer oír su voz; sea por cuestiones globales de alcance nacional como el tema de la educación, sea por cuestiones regionales y locales, como lo sucedido en Aysén desde 2012 (lucha por una rebaja en el alto costo de vida de la región, entre otras cosas) o en Freirina en 2013 (lucha por hacer salir una planta faenadora de cerdos de la empresa Agrosuper, por los malos olores), etc.
En la Iglesia católica, en cambio, el principio de un debate público previo a la toma de decisiones no está tan claramente aceptado actualmente. Sí lo estuvo en los mejores siglos de la vida de la Iglesia latina de occidente, cuando se incorporó en la vida cotidiana de la comunidad un principio esencial del derecho romano: lo que afecta a todos debe ser decidido por todos. Pero la deriva del segundo milenio de la iglesia occidental fue en la dirección contraria –la de la centralización cada vez más fuerte del poder de tomar decisiones en el Papa– por razones que no es del caso detallar aquí. Y esa centralización, que se repite luego en el obispo y en el párroco, nos marca a fuego hasta hoy. Con un agravante que no se da en la sociedad democrática moderna: esta concentración del ejercicio del poder eclesiástico suele justificarse, explícita o implícitamente, con el aval del poder sagrado o salvífico de los miembros de la jerarquía. Todos, laicos y clero, fueron (quizá fuimos) formados para obedecer lo que venía del Papa, del obispo, del clero, sin preguntar razones; menos aun se podía pensar en criticar las decisiones tomadas por esos superiores.
2) El debate público de las razones de las decisiones va de la mano con la transparencia en el ejercicio del poder. Creo que la exigencia de transparencia en la sociedad es más reciente que la del debate racional, porque se deriva de esa primera exigencia. En Chile recién se empieza a institucionalizar, mediante un Consejo para la transparencia, creado en 2009 en virtud de una ley aprobada el año anterior. Sin embargo, me parece que tenemos en Chile una cultura del manejo bajo cuerda y del “pituteo” (o tráfico de influencias, como se dice más elegantemente). Estos procedimientos quizá hasta hace poco nos parecían normales; se los reconocía al menos como algo que todo el mundo hacía. Si se me permiten datos personales, por pitutos familiares entró mi papá a trabajar en la empresa de Ferrocarriles del Estado recién salido de Ingeniería civil de la UC; por pituto familiar “me saqué” el servicio militar a los 18 años, que en esa época era obligatorio. Y a nadie en nuestro entorno le pareció que actuábamos de manera deshonesta o ilegal. Pero hoy crece en la sociedad chilena la exigencia de claridad, lo que equivale al fin del pituteo, una maniobra que es, por definición, oculta, no transparente. Lograr que esta nueva actitud se haga cultura en el país y eche raíces en todas las esferas del poder va a requerir quizá varias generaciones.
En la Iglesia católica estamos en este punto mucho peor que en la sociedad. Prácticamente todo el ejercicio del poder es secreto. Sucede con el nombramiento de los obispos y con el de los profesores de las facultades de teología de las Universidades pontificias. Cuando un profesor es postulado para pasar de auxiliar a miembro de la planta ordinaria de por vida, se debe pedir un nihil obstat (nada hay en contra) de la Congregación para la educación católica del Vaticano. Y esto se tramita en secreto, sin que el docente afectado pueda intervenir. Para volver a una experiencia personal, a mí me fue negado el nihil obstat dos veces. La primera vez solo supe lo que me informó oralmente el Decano; en la dicha Congregación percibían en mis escritos una evolución y querían esperar todavía unos años, para ver en qué dirección me movería. La segunda vez el Gran Canciller me entregó una carta de poco menos de una página con 5 acusaciones que yo debía responder; varias de ellas empezaban con un “Se ha oído decir que Silva ha dicho…”. La más absurda era una que me cargaba algo dicho por un alumno “de la Facultad de la cual Silva es el Decano”, ¡como si se pudiera hacer responsable a un Decano por lo que dicen los alumnos! Pareciera que la falta de transparencia lleva como de la mano a la pérdida de la cordura.
Ciertamente no todo en la modernidad es compatible con el Evangelio de Jesús. No se trata de asimilar simplemente todo lo moderno en la Iglesia. Pero me parece que estas dos exigencias –debate público racional y transparencia en la toma de decisiones– no solo son compatibles sino que brotan de la manera como Jesús quiere que se ejerza el poder entre sus discípulos, como un servicio.
* Sergio Silva es religioso de los Sagrados Corazones. Doctor en Teología. Hizo clases en la Facultad de Teología de la UC entre los años 1973 y 2012.
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