Por Enrique Moreno Laval ss.cc.
Un día viernes, lo recuerdo bien. El 11 de noviembre de 1983. Desde las tres de la tarde estoy en el departamento de radio del Arzobispado de Concepción, preparando la grabación del programa del domingo. Y me dicen: “Esta mañana lo andaba buscando un señor que tiene detenidos a sus dos hijos, y que quería hablar con usted”. ¿Cómo se llama? “No dejó su nombre, pero dijo que volvería”.
No han pasado aún quince minutos, cuando alguien sube corriendo las escaleras del edificio gritando: “¡Hay un hombre abajo que quiere quemarse vivo!” No sé cómo, corro bajando los tres pisos. Al llegar a la puerta, el portero me dice: “Acaba de salir hacia la plaza con un bidón de bencina. Solo dejó su chaqueta”. Sigo corriendo lo más que puedo por esos cincuenta metros que me separan de la plaza, en la esquina de Barros Arana y Caupolicán, y, al asomarme, miro hacia la catedral y veo que un hombre convertido en una hoguera humana inicia una danza macabra que lentamente lo va desplazando por las gradas, lo conduce a través de la calle Caupolicán hacia la plaza y finalmente lo desploma entre dos tilos, convertido en un solo fuego que nos cuesta apagar entre los que nos hemos acercado con extintores y mantas.
Entre gritos de horror, va produciéndose poco a poco un profundo silencio. Me encuentro de rodillas junto a un cuerpo humeante, un carbón humano, que con su mirada fija intenta darme alguna explicación de lo ocurrido. ¿Qué le ha pasado, por qué ha hecho esto?, le pregunto. “Que la CNI me devuelva a mis hijos. Que la CNI me devuelva a mis hijos. Que la CNI me devuelva a mis hijos”, me dice como una letanía. Mientras otra gente se moviliza para procurar una ambulancia, lo invito a rezar diciendo: Padre Nuestro… A lo que él me acompaña con sus débiles fuerzas. Le doy la absolución sacramental, y él reacciona orando a Dios de esta manera: “Padre, perdónalos a ellos, a los de la CNI, y perdóname también a mí por este sacrificio”.
Minutos después que Carabineros lo retira del lugar y lo conduce al hospital regional, ante la demora de la ambulancia solicitada con urgencia, me dirijo a la portería del Arzobispado para hacerme cargo de su chaqueta. Descubro de inmediato sus documentos. Y leo en su carné de identidad: Sebastián Acevedo Becerra, 52 años, obrero. Efectivamente, Sebastián tiene dos hijos detenidos por la CNI, María Candelaria y Galo Fernando.
Sebastián llega al hospital regional de Concepción como a las tres y media de la tarde. Algunos testigos privilegiados de las horas que siguen, el médico Juan Zuchel y el sacerdote Raúl Cohen, cuentan detalles de esos momentos. ¿Qué les dice Sebastián? Que él no ha querido quemarse, ni menos matarse. Solo ha querido hacer un gesto de presión para que se le dijera dónde estaban sus hijos y en qué condiciones los tenían. Se había propuesto darle un plazo a la Intendencia, hasta el día siguiente a las seis de la tarde, para que se le diera alguna información segura, permitiéndole visitar a sus hijos. Dice: “Si mis hijos son culpables, que lo demuestren en un juicio justo; si no, que me los entreguen”.
Con esta disposición se ha plantado aquel viernes, a las tres de la tarde, frente a la inmensa cruz que, ante las puertas de la catedral, había sido levantada como signo de reconciliación. Sin embargo, una patrulla de carabineros que se acerca al lugar, conmina a Sebastián a que salga de allí. Les dice Sebastián: “Miren, no se atrevan a cruzar hasta aquí, porque si lo hacen, me enciendo”. Y exhibe en su mano derecha un encendedor que acerca amenazante a su cuerpo ya empapado con bencina y parafina. Y explica Sebastián: “El oficial no me creyó. Parece que a los uniformados les cuesta creer en la palabra de los civiles. No me creyó. Avanzó hacia mí y yo me encendí”.
En medio de esas horas de angustia, aparece en el hospital su hija María Candelaria. La CNI la ha dejado en libertad, pero solo por unos días, porque volverá a detenerla. Le dicen a Sebastián que está su hija y que le permiten hablar con ella por citófono. “No lo creo. Quiero verla”, exige Sebastián. Entre todos convencemos a la hija que no lo haga, que evite un impacto emocional tan tremendo. Finalmente hablan por citófono. “María ¿eres tú?” Sí, papá, soy yo. “¿Cómo sé yo que eres tú y que no me están engañando?” Papá, si soy yo. “Te voy a poner una prueba. ¿Cómo te decía yo cuando eras chica?” Mi sargento Candelaria, papá. “Entonces eres tú, eres mi hija”. Sigue una conversación muy hermosa. Sebastián le pide perdón a su hija por lo que ha hecho, y le pide que lo entienda. Le da consejos muy hermosos acerca del cuidado de su hijo, el nieto tan querido. Ese día, esa noche, nos quedamos todos en vigilia. En agonía. A la espera de lo inminente. La vida de Sebastián no cruzará de la noche al día. Fallece un cuarto para las doce de esa misma noche y ha permanecido lúcido hasta poco antes de morir. Minutos antes de aquel sábado, todo está consumado. Me encuentro con Raúl, el sacerdote capellán del hospital. Me abraza conmovido y me dice: “Era como ver morir a Cristo”. Sí, le digo, y en un viernes, a las tres.
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