Por Sergio Silva G. ss.cc. [1]
“Francisco le ha dado un remezón muy fuerte al episcopado. Tiene la potencia de un terremoto como el de Valdivia en 1960, que cambió la estructura geológica de la región, levantando unas partes, hundiendo otras. Desgraciadamente, los remezones humanos no tienen efecto si no son asumidos conscientemente por los “terremoteados”, que no son solo los obispos, sino –insisto, aunque parezca majadero– todos los fieles, incluidos nosotros. Si no nos ponemos las pilas todos (o una importante mayoría), el remezón a lo más será como el terremoto del 85 en Santiago, que en mi casa botó algunos platos y vasos que se quebraron, casi todos los libros que quedaron desordenados en el suelo, y que revolvió unas pocas tejas del techo, pero dejó intactas las estructuras de la casa”.
Es posible que muchos en Chile quieran que el proceso que ha iniciado el Papa con el envío del arzobispo Scicluna termine en carnicería: que salgan del episcopado todos los obispos formados por Karadima, no solo Juan Barros; y quizá también otros más, según el “gusto” eclesial de cada uno. El papa Francisco tiene claro que también debe haber salidas de obispos. Pero eso, me parece –y es asimismo el parecer del Papa–, no resuelve los problemas de fondo de nuestra iglesia chilena. Francisco entregó a los obispos, al empezar las reuniones, un escrito confidencial para que lo meditaran. Por una bendita filtración conocemos el texto. En él, Francisco compara la situación actual de la iglesia chilena con la de “antes”, un antes que no especifica, pero que es claramente el del tiempo en torno a la dictadura militar; y echa de menos en la iglesia chilena de hoy el profetismo que tuvo antes. La pregunta que me surge es: ¿qué nos ha pasado que, como iglesia, hemos perdido ese profetismo? Ciertamente las causas de esa pérdida son múltiples y no se pueden reducir a una, por importante que sea. Yo quiero señalar una, que nos concierne a todos, no solo a los obispos, porque me parece que todos, cual más, cual menos, hemos caído en ella. Y, por lo mismo, todos podemos colaborar en la recuperación del profetismo perdido. Esa causa es la pérdida del vínculo con la gente y sus problemas reales, sobre todo con los pobres. Si algo caracterizó a la iglesia de “antes” fue precisamente su capacidad para acompañar a los pobres y a los perseguidos y para ayudarlos a salir de situaciones de muerte. Fuimos una iglesia mayoritariamente empática en todos sus niveles: obispos, clero, religiosas, laicos y laicas. Hubo en la iglesia “profetas” de primera línea que supieron arrastrarnos a muchos por los caminos que ellos emprendieron. Entre ellos, nuestro querido Esteban[2].
Al terminar la dictadura se produjo en la iglesia un clima nuevo. Tengo el recuerdo de que el entonces presidente de la conferencia episcopal chilena, Carlos González, obispo de Talca, dijo en una entrevista de prensa que ahora que en Chile se volvía a la democracia, la iglesia volvía a “lo suyo”. Parece que él, como muchos en la iglesia, entendían que “lo suyo” era ella misma, es decir, sus funcionamientos internos, sus estructuras, los servicios que ella cree que debe dar: sacramentos, doctrina y quizá sobre todo moral. Y fue eso justamente lo que empezó a caracterizar a la iglesia chilena hasta hoy. Se olvidó precisamente aquello en lo que insiste majaderamente Francisco –siguiendo las aguas de Pablo VI en Evangelii nuntiandiy, más atrás, del Concilio–: lo nuestro es Jesucristo y su evangelio, no la iglesia. Pero no el Jesús de una vida interior abstracta, sino el de la vida concreta, el Jesús al que solo podemos encontrar de verdad en los demás, ante todo en los pobres y en los que sufren.
Es en este punto donde todos tenemos que hacer un examen de conciencia a fondo. ¿Cómo es actualmente mi contacto real con los pobres y sufrientes? ¿Qué puedo –y debo– hacer para estar más cerca de ellos? Pero, para que el contacto con ellos nos haga ser una iglesia más profética, es necesario que no nos contentemos con el mero encuentro, que puede quedarse en la superficie. El paso decisivo es el que viene después del contacto. Es la pregunta –con ellos– sobre las causas de su pobreza y de su sufrimiento, y la búsqueda –con ellos– de los caminos que les permitan ir superando estas situaciones que los oprimen.
Los que lean esta página saben que no he sido hombre de la acción práctica sino de la enseñanza de la teología y del esfuerzo por pensar lo que enseño a la luz de la experiencia humana y del contexto social y cultural donde esta experiencia se da. No he sido el Esteban que movió a la gente de San Pedro y San Pablo[3]a organizarse y crear comedores infantiles, bolsas de trabajo, comités de defensa de los derechos humanos; ni el Esteban poeta que denunció tan vívidamente las violaciones a esos derechos. A pesar de todo, me atrevo a entrar un poco más en el “área chica” de lo que cada uno de nosotros puede hacer para reforzar el vínculo con la gente y sus problemas reales. Me voy a referir solo a un primer paso, que consiste en tratar de detectar esos problemas. Propongo algunas hipótesis, referidas a dos temas de creciente importancia y de efectos devastadores: narcotráfico y juventud.
Narcotráfico. Pienso en los dos lados del fenómeno: el de los productores y distribuidores y el de los consumidores. Respecto de los primeros, aparentemente no podemos hacer nada, salvo denunciarlos y envalentonar a la gente para que los denuncien. Creo que podemos hacer más, preguntándonos qué atrae a los que entran en el negocio. Una fuerza poderosa me parece que es el atractivo del dinero fácil; otra, el poder que se adquiere ante los demás, como sucede con niños de 12 a 14 años, contratados como “soldados” de los narcotraficantes, y que manejan armas de fuego. ¿No podríamos trabajar más y mejor con niños y jóvenes de nuestras pastorales para grabarles a fuego el valor del servicio y la solidaridad y del aprender a contentarse con lo necesario?
Respecto de los consumidores, creo que es inútil la pura repetición de la moral que dice que el consumo de la droga es malo, porque es pecado. La pregunta que nos ayuda a dar un paso más es la del porqué consumen. Ahí se descubre, entre muchas otras cosas, el abismo de la falta de familia, que deja a tantos niños y adolescentes a la deriva en la vida, con esa sensación devastadora de que nadie “los pesca”. Si esto es así, ¿no podríamos trabajar más y mejor con las familias?
Juventud sin horizontes humanizadores. La numerosa juventud que entró en la iglesia de “antes” tenía inquietudes; quizá unilaterales, porque se concentraban bastante exclusivamente en la lucha contra la dictadura. Por lo mismo, terminada la dictadura, nuestras capillas empezaron a quedar sin jóvenes. ¿Cómo ayudar a los jóvenes a despertar sus inquietudes de fondo? ¿Cuáles son los cauces que debemos imaginar y construir con ellos para darles curso a esas inquietudes? Todo parece estar hoy en contra. Ausencia de una familia que los contenga y los eduque. Publicidad obsesiva, envolvente, científicamente eficaz, orientada a que busquen los caminos del consumo sin freno: adrenalina, viajes, sexo, trago, droga, etc. Educación de muy mala calidad –orientada al éxito en la PSU, porque es la puerta que abre al mundo del consumo, gracias a una profesión bien remunerada– pero que no se preocupa de formar a la persona integral; mala educación reforzada porque esta es probablemente la expectativa mayoritaria de las familias y de los mismos colegiales. Nosotros como Congregaciónd de los Sagrados Corazones tenemos cuatro colegios, varios CPJs, y en las parroquias llegamos a algunos jóvenes y niños. ¿Estamos haciendo lo posible por detectar estos (y otros) problemas que los aquejan? ¿Cómo podemos ayudarlos a sortear los peligros crecientes a los que se ven expuestos? Una pista posible tiene que ver con la publicidad. ¿No podemos hacer más en la línea de formar a nuestros jóvenes y niños en una actitud crítica, que tienda a inmunizarlos contra las insidias de la cultura actual? Lo que supone que nosotros mismos desarrollemos esta actitud crítica en nuestro modo de relacionarnos con los medios y con los productos y procesos de la cultura actual.
Se podrían proponer muchas otras hipótesis, quizá más certeras que estas. Lo decisivo, a mi juicio, es que tomemos conciencia de la necesidad de que todos colaboremos en recuperar el profetismo de nuestra iglesia. Francisco le ha dado un remezón muy fuerte al episcopado. Tiene la potencia de un terremoto como el de Valdivia en 1960, que cambió la estructura geológica de la región, levantando unas partes, hundiendo otras. Desgraciadamente, los remezones humanos no tienen efecto si no son asumidos conscientemente por los “terremoteados”, que no son solo los obispos, sino –insisto, aunque parezca majadero– todos los fieles, incluidos nosotros. Si no nos ponemos las pilas todos (o una importante mayoría), el remezón a lo más será como el terremoto del 85 en Santiago, que en mi casa botó algunos platos y vasos que se quebraron, casi todos los libros que quedaron desordenados en el suelo, y que revolvió unas pocas tejas del techo, pero dejó intactas las estructuras de la casa.
Comentarios